Alberto Benegas
Buenos Aires (AIPE)- Otras veces he citado al desilusionado ex socialista de los sucesos de mayo de 1968 en París, Bernard-Henry Lévy, de su Bárbaros con rostro humano cuando manifiesta enfáticamente: “He dicho que el socialismo es un engaño y una decepción: cuando promete miente, cuando interpreta está equivocado” Y escribe: “Aplique marxismo en cualquier país que se quiera y se encontrará un Gulag al final”.
Ahora nos presenta con un nuevo libro que le encargó el Atlantic Monthly para que imite el itinerario de Tocqueville en su célebre obra “La democracia en América”. El libro que se titula “American vertigo” es sobre un viaje por Estados Unidos tras los pasos de Tocqueville. Me la recomendó mi amigo Joaquín Perea Muñoz no por ser buena sino como material bibliográfico, en vista de que yo estaba terminando un libro sobre Estados Unidos.
A diferencia de ex socialistas como Jean-Francois Revel, a Lévy le quedan rastros visibles y muy marcados de su posición anterior. Piensa que el aparato estatal puede resolver el tema de la pobreza (“que el gobierno federal no parece tener los recursos ni la voluntad de afrontar” y “la vergonzosa impotencia del estado ante el aumento de la gran pobreza”), de allí que uno de sus héroes es Hillary Clinton y, antes, Franklin Roosevelt que marcó un punto de inflexión en la política estadounidense con el estatismo rampante del “New Deal”. Precisamente, políticas de esa índole son las responsables de la pobreza relativa en ese país.
Sin embargo, el libro no está exento de observaciones agudas sobre los peligros de conculcar derechos constitucionales en nombre de la seguridad contra el terrorismo, en los atropellos más brutales en Guantánamo, en sus múltiples anécdotas sobre la cultura norteamericana y los mitos del desconocimiento de temas básicos, sus críticas al deporte del antinorteamericanismo (especialmente en Francia), sus reflexiones sobre los peligros de las mayorías desenfrenadas (en esto, como Tocqueville), los riesgos de la autocensura, los atropellos de los lobby, los despropósitos de los neoconservadores y la crucial importancia de mantener la tradicional separación entre la religión y el gobierno. Pero concluye con razón que Estados Unidos es “la civilización que hacen de ese país uno de aquellos en que, a pesar de todo, se sigue respirando mejor”.
Hay otras críticas que estimo están mal tomadas como la de “la obesidad” de tantos emprendimientos voluntarios y privados que pueden no gustarle al autor pero que no afectan derechos de terceros, mientras está ausente en el libro la obesidad estatal cuyos tentáculos y tejidos adiposos asfixian al contribuyente. Además, como el mismo Lévy apunta, también están los amish que, con todo derecho, viven al margen de los progresos tecnológicos y son lo contrario de la obesidad cuestionada.
Su crítica a Fukuyama y a Huntington son alambicadas y poco frontales, ya que el primero propugna un marxismo al revés con su inexorabilidad del triunfo del liberalismo y los mercados libres a partir de la caída del muro de la vergüenza (nada hay inexorable en el contexto humano, esa es una receta para bajar los brazos). El segundo con su xenofóbico enfrentamiento de civilizaciones no permite entender las ventajas del cosmopolitismo y el respeto recíproco.
Por último, para terminar con una nota de humor esta reseña telegráfica, resulta cómica (si no fuera dramática) su referencia a algunos casos adicionales a los conocidos sobre la manía de lo políticamente correcto. Así, señala que estos tergiversadores del lenguaje aluden al alcohólico como “dotado de una sobriedad a tiempo parcial” y al calvo como “capilarmente desaventajado”. Tomando todo en cuenta y sin desmerecer los buenos aspectos de la obra de marras, confieso que, en estos viajes filosóficos, hasta ahora, lo prefiero a Tocqueville.
Ahora nos presenta con un nuevo libro que le encargó el Atlantic Monthly para que imite el itinerario de Tocqueville en su célebre obra “La democracia en América”. El libro que se titula “American vertigo” es sobre un viaje por Estados Unidos tras los pasos de Tocqueville. Me la recomendó mi amigo Joaquín Perea Muñoz no por ser buena sino como material bibliográfico, en vista de que yo estaba terminando un libro sobre Estados Unidos.
A diferencia de ex socialistas como Jean-Francois Revel, a Lévy le quedan rastros visibles y muy marcados de su posición anterior. Piensa que el aparato estatal puede resolver el tema de la pobreza (“que el gobierno federal no parece tener los recursos ni la voluntad de afrontar” y “la vergonzosa impotencia del estado ante el aumento de la gran pobreza”), de allí que uno de sus héroes es Hillary Clinton y, antes, Franklin Roosevelt que marcó un punto de inflexión en la política estadounidense con el estatismo rampante del “New Deal”. Precisamente, políticas de esa índole son las responsables de la pobreza relativa en ese país.
Sin embargo, el libro no está exento de observaciones agudas sobre los peligros de conculcar derechos constitucionales en nombre de la seguridad contra el terrorismo, en los atropellos más brutales en Guantánamo, en sus múltiples anécdotas sobre la cultura norteamericana y los mitos del desconocimiento de temas básicos, sus críticas al deporte del antinorteamericanismo (especialmente en Francia), sus reflexiones sobre los peligros de las mayorías desenfrenadas (en esto, como Tocqueville), los riesgos de la autocensura, los atropellos de los lobby, los despropósitos de los neoconservadores y la crucial importancia de mantener la tradicional separación entre la religión y el gobierno. Pero concluye con razón que Estados Unidos es “la civilización que hacen de ese país uno de aquellos en que, a pesar de todo, se sigue respirando mejor”.
Hay otras críticas que estimo están mal tomadas como la de “la obesidad” de tantos emprendimientos voluntarios y privados que pueden no gustarle al autor pero que no afectan derechos de terceros, mientras está ausente en el libro la obesidad estatal cuyos tentáculos y tejidos adiposos asfixian al contribuyente. Además, como el mismo Lévy apunta, también están los amish que, con todo derecho, viven al margen de los progresos tecnológicos y son lo contrario de la obesidad cuestionada.
Su crítica a Fukuyama y a Huntington son alambicadas y poco frontales, ya que el primero propugna un marxismo al revés con su inexorabilidad del triunfo del liberalismo y los mercados libres a partir de la caída del muro de la vergüenza (nada hay inexorable en el contexto humano, esa es una receta para bajar los brazos). El segundo con su xenofóbico enfrentamiento de civilizaciones no permite entender las ventajas del cosmopolitismo y el respeto recíproco.
Por último, para terminar con una nota de humor esta reseña telegráfica, resulta cómica (si no fuera dramática) su referencia a algunos casos adicionales a los conocidos sobre la manía de lo políticamente correcto. Así, señala que estos tergiversadores del lenguaje aluden al alcohólico como “dotado de una sobriedad a tiempo parcial” y al calvo como “capilarmente desaventajado”. Tomando todo en cuenta y sin desmerecer los buenos aspectos de la obra de marras, confieso que, en estos viajes filosóficos, hasta ahora, lo prefiero a Tocqueville.
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