sábado, 8 de marzo de 2008

Carlos Alberto Montaner

Una visión ética de la prohibición
al consumo de drogas


Casi al comienzo de La tragedia de la drogadicción: una propuesta, Alberto Benegas Lynch pone sus cartas sobre la mesa:

“La tesis este libro es directa y sencillamente no criminalizar lo que no es un crimen. No confundir lo que es un vicio o algo que una persona se autoinflige con un crimen que implica lesionar derechos de otros. No confundir la misión gubernamental de garantizar y reconocer los derechos de cada uno con una actitud absolutamente improcedente en la que el aparato de la fuerza se inmiscuye en las vidas privadas, como si se tratara de institutrices desviadas o más bien carceleros fuera de lugar que persiguen a gente libre, ya que los adultos implicados no contrataron voluntariamente a nadie para que los purifique de sus pecados, contradiciendo incluso los postulados más elementales de cualquiera de las grandes religiones y de toda sociedad civilizada en cuanto a que cada uno decide qué hace con su vida mientras no lesione iguales derechos de otros.”

Alberto Benegas Lynch, uno de los pensadores liberales más importantes de América Latina, ha colocado su dedo sin miedo en la más dolorosa de las llagas. Tal vez no hay otro conflicto más importante, peligroso y universal en nuestra época: esa inmensa tragedia sufrida por decenas de millones de personas dispersas en todas las naciones del globo, adictas a ciertas sustancias sumamente dañinas, cuyo consumo ha sido prohibido a sangre y fuego por la sociedad en medio de una cruzada planetaria dirigida por Estados Unidos.

Benegas Lynch, claro, no se hace ilusiones. Las nefastas consecuencias de la adicción a las drogas se conocen de sobra: legiones de seres afectados por la acción tóxica de los psicotrópicos sobre el cerebro y el sistema nervioso. Y en los casos severos, cuando durante cierto tiempo prolongado intervienen las drogas más “duras” -cocaína, anfetamina, heroína-, el hábito incontrolable puede llegar a producir la muerte, además de que en el largo y doloroso trayecto arrasa con la estabilidad emocional del consumidor, atormentándolo cruelmente, mientras hace añicos la convivencia familiar y su desempeño profesional.

Pero Benegas Lynch, que no se engaña sobre la naturaleza de esta desgracia y el drama humano que encierra, no permite que este triste espectáculo oscurezca el otro ángulo del problema: las consecuencias de la criminalización y prohibición del consumo de drogas son aún más devastadoras. Miles de muertes violentas en todos los rincones del mundo; literalmente, millones de personas encarceladas; mafias implacables y asesinas que encuentran en la ilegalidad el marco ideal para atesorar cantidades fabulosas de dinero; naciones dislocadas por la existencia y acoso de ejércitos privados, unas veces formados por guerrillas comunistas narco-terroristas y otras por narco-mercenarios antiguerrilleros; gobiernos corrompidos y podridos hasta los huesos; graves fricciones internacionales que derivan en enfrentamientos armados; y una enorme cantidad de dinero inútilmente dedicado a una misión imposible: el número de adictos parece crecer tercamente, año tras año, así como el tipo de droga que éstos consumen.

Pocas personas están tan bien equipadas como Benegas Lynch para abordar este descomunal problema. Aunque se trata, fundamentalmente, de un notable economista con una larga y brillante trayectoria en el mundo académico, es un pensador liberal, lo que necesariamente enriquece su análisis de los conflictos con reflexiones procedentes de distintas vertientes: la moral, la filosófica, la jurídica, la histórica y, naturalmente, la económica, múltiple visión imprescindible porque este asunto trasciende todas las fronteras. No obstante, la argumentación más vigorosa que Benegas Lynch elige para defender sus puntos de vista se afinca en el juicio moral y en la defensa del ejercicio de la libertad individual: por muy destructora o perjudicial que sea una sustancia, el Estado no tiene derecho a imponerles su prohibición a unos adultos que libremente deseen utilizarla.

¿Libremente? Ahí se complica la agónica disquisición. ¿Son verdaderamente libres los adictos, o son esclavos de unas violentas reacciones fisiológicas que los obligan a buscar una y otra vez la droga a la que se han habituado para evitar los latigazos que les propina el implacable síndrome de abstinencia? Por otra parte: ¿debe el Estado imponerles la moderación y la responsabilidad a los individuos, o el derecho a escoger libremente también incluye los riesgos de que asumamos un comportamiento irresponsable y suicida? ¿Quién le asignó al Estado la tarea de salvarnos de nosotros mismos? ¿Quién le encomendó la labor de volvernos prudentes y juiciosos? ¿Qué derecho tiene el Estado a definir lo que les conviene o perjudica a los adultos?

Todas estas preguntas nos llevan de la mano a las inevitables comparaciones: fumar o tomar alcohol puede perjudicar severamente la salud, como aseguran ya todas las etiquetas, pero el Estado no sólo lo permite, sino que ha convertido esos hábitos de consumo (odio la palabra vicio por sus connotaciones religiosas) en unas jugosas fuentes de recaudación fiscal. Simultáneamente, prohibir el consumo de drogas, ¿no será contraproducente además de moralmente injustificable? Ya sabemos que las transgresiones a las reglas suelen ser un factor psicológico de estímulo, especialmente entre los más jóvenes. “La única forma de vencer las tentaciones es caer en ellas”, decía melancólicamente Oscar Wilde, que tantas veces sucumbió a ellas, y consumir drogas prohibidas parece ser una indudable tentación para muchas personas.

El ejemplo de la famosa Ley Seca norteamericana debería servir de lección para enseñarnos todo lo que no se debe hacer. En 1919 el gobierno federal de Estados Unidos aprobó la Enmienda XVIII a la Constitución. Por medio de ella se prohibía la fabricación, tráfico y venta de bebidas alcohólicas. ¿Por qué lo hizo? Esencialmente, por la presión electoral de una sociedad dominada por los grupos fundamentalistas cristianos, y muy concretamente por la Woman´s Christian Temperance Union, una vieja y multitudinaria institución controlada por ciertas feministas convencidas de que el fin del alcohol se trasformaría en paz hogareña, prosperidad y armonía social.

El resultado, claro, fueron Al Capone y otros fenómenos conexos. Surgieron mafias asesinas y millonarias que contaminaron a políticos y agentes del orden, centenares de miles de norteamericanos se convirtieron en delincuentes por destilar alcohol clandestinamente, y los “alegres veinte” trascurrieron en medio de un total divorcio entre las costumbres de la sociedad y la absurda ley que habían impuesto los políticos. Finalmente, en 1933, Franklin Delano Roosevelt, ante el evidente fracaso de la legislación prohibicionista, hizo aprobar la enmienda constitucional número XXI que derogaba la XVIII. Al final del experimento, había crecido el número de adictos al alcohol, mientras decenas de pandillas de delincuentes se habían fortalecido visiblemente hasta convertirse en prácticamente invencibles.

A principios del siglo XXI volvemos a enfrentar un fenómeno parecido, pero en circunstancias infinitamente peores y a una escala mucho mayor. De acuerdo con unas declaraciones de Karen P. Tandy, administradora de la Agencia Antidrogas de Estados Unidos, publicadas en numerosos periódicos a mediados de mayo de 2006, las ganancias obtenidas por las mafias ya ascienden anualmente a la increíble suma de 322 mil millones de dólares: una cantidad mayor que el PIB combinado del 88 por ciento de todos los países del orbe.

Por eso, entre otras razones, la lectura de este libro resulta tan oportuna como apasionante. En el tema que Benegas Lynch analiza nos jugamos muchas cosas. Quién sabe si la vida misma.

Madrid, primavera del 2006

Octubre 15, 2006

martes, 4 de marzo de 2008

Hemiplegia moral


Por Alberto Benegas Lynch (h)
Constituye una monstruosidad que en la jungla colombiana los terroristas de las FARC mantengan a cientos de personas secuestradas en jaulas, como animales. Todo lo que se haga para liberar a algunos será siempre bienvenido por todas las personas con algún rastro de decencia. Pero la carnavalada mediática montada por el patético ejemplar del Orinoco, no se condice con la gravedad de la materia.
Por otra parte, me pregunto que sentido tiene que Kirchner haya sido “garante” de lo que hasta el momento es una estrepitosa entrega fallida. El interrogante surge debido a que el es quien ha apañado a terroristas Montoneros y del ERP al límite de convocarlos a su gobierno. Como es de público conocimiento, además de torturar, mutilar y asesinar, aquellos grupos terroristas recurrían sistemáticamente al secuestro como método, al efecto de lograr sus objetivos finales de imponer un sistema totalitario en la Argentina.
Entonces, a menos que se me escape algo, llama poderosamente la atención que la misma persona sea convocada como uno de los “garantes” para la antes mencionada empresa, porque en este contexto se necesita alguna autoridad moral para desempeñarse al frente de semejante misión. Esto va también para el canciller Taiana, precisamente uno de los Montoneros en el gobierno de Kirchner, ahora confirmado por su mujer. La peculiar convocatoria de marras solo se explica porque el que invita es quien quiere atropellar con el canallesco “socialismo del siglo XXI” (como si pudiera modificarse un régimen opresivo con un aditamento del calendario).
Sin duda que es una grotesca hemiplegia moral, por una parte, el condenar con razón los procedimientos aberrantes de quienes combatieron al terrorismo dando lugar a la figura del “desaparecido” en lugar del establecimiento de juicios sumarios, firma de actas y la existencia de responsables y, por otra, poner de manifiesto un salto lógico inaceptable al no condenar a los terroristas que iniciaron la masacre y mucho menos ponerlos en posición de gobernar.
El derecho internacional y los respectivos precedentes protegen la vida de todas las personas, sea en tiempo de paz o de guerra, y no hacen mención de diferencia alguna al condenar como delitos de lesa humanidad los ataques sistemáticos y planeados a ese derecho por parte de grupos organizados, provengan del aparato estatal o de fuerzas irregulares, del mismo modo que, como señala el juez estadounidense Andrew P. Napolitano, las Convenciones de Ginebra y los Protocolos adicionales no hacen diferencia entre ellos para el debido proceso y las consecuentes garantías procesales.
En cambio, la Corte Suprema de la Argentina desconoció hasta el momento estos precedentes diferenciando dos tipos de terrorismos y de matanzas alegando la imprescriptibilidad solo para un grupo, con lo que, en los hechos, resultó en un escudo protector para el terrorismo guerrillero. Es auspicioso que ahora surge del dictamen del Fiscal General de la ciudad de Rosario, Claudio Palacín, en el caso del secuestro y asesinato del coronel Larraburre, que las acciones delictivas de las bandas terroristas se tipifican como crímenes de lesa humanidad y, por ende, imprescriptibles. Esto no es lo mismo que lo que también acaba de ocurrir en la Sala Primera de la Cámara Federal de la ciudad de Buenos Aires donde, a raíz de la matanza en el comedor de la Policía Federal, se insiste en eximir de la antedicha tipificación a la planificación de exterminios sistemáticos por parte de las organizaciones terroristas. Es de esperar que en las instancias superiores que aun falta recorrer en suelo argentino se reconozca lo establecido en el derecho internacional.
Pero la hemiplegia moral o la moral tuerta está mas extendida aun, así, en el caso argentino, se desconoce el terrorismo de Estado impuesto, por ejemplo, durante la presidencia de Cámpora y la gobernación de Bidegain y, en el campo internacional, los mandatarios argentinos del momento no solo desconocen el terrorismo de Estado en la isla-cárcel cubana durante el último medio siglo, sino que cantan loas de admiración a ese régimen hediondo (hay una fotografía de una de las visitas de Castro a la Argentina donde aparece Kirchner con cara y gesto mimoso, acurrucado en el pecho del barbudo criminal, que resulta una afrenta al decoro y a la civilización).
Entonces, una cosa es la justa condena a procedimientos inaceptables para combatir el terror y otra bien distinta es que muchos gobernantes pretendan tomar por idiota a la gente y que se apunte a liquidar las nociones mas elementales del derecho... aunque muchos de los patrocinadores de esa tesitura alardean de ser defensores de los “derechos humanos”, un concepto por cierto pastoso ya que constituye una redundancia mayúscula que toma en solfa al idioma y a conocimientos jurídicos básicos, puesto que solo los humanos son sujetos de derecho (no así los minerales y los vegetales). Es tan torpe como decir “subo arriba”o “la circunferencia redonda” y otros pleonasmos de similar tenor.
Por último, debe subrayarse que si bien resulta moralmente peor que robe el gobernante encargado de velar por la propiedad de la gente que lo haga el ladrón común, es igualmente condenable cuando se trata del máximo mal, esto es, el secuestro, la mutilación y la matanza, por tanto, “la teoría del demonio” es aplicable por igual a todos los que cometen estos actos deleznables de forma organizada y sistemática, puesto que no puede haber dos demonios, como que no puede haber dos máximos males (porque ya son máximos y, por tanto, ocupan todos los espacios del mal).