martes, 17 de noviembre de 2015

Conservadores con cabeza y corazón

Juan Meseguer 

Las propuestas de un “conservadurismo compasivo” o de una “economía con alma” despiertan la sospecha de que el lobo simplemente se ha disfrazado de oveja. Pero ¿y si la ayuda a los más necesitados, lejos de ser un barniz para tapar la mala imagen de un partido, estuviera en el corazón mismo del conservadurismo? Es lo que defiende Arthur Brooks, presidente del American Enterprise Institute, en su nuevo libro The Conservative Heart [1].
El problema de imagen de los conservadores es que con frecuencia se les asemeja a Ebenezer Scrooge [el avaro personaje creado por Dickens]. Cuando se oponen a la subida del salario mínimo, los impuestos a las empresas, la regulación excesiva del mercado laboral o se preocupan del coste de los programas de ayuda social, se les ve preocupados únicamente por los ricos y poderosos”. Así sintetiza N. Gregory Mankiw en The New York Times la mala imagen que hoy pesa sobre el Partido Republicano en un comentario al libro de Brooks.
A esto hay que añadir lo que parece otra seña de identidad de los conservadores: se sienten agredidos. La imagen de Donald Trump vociferando contra unas élites que supuestamente conspiran contra los valores de la clase media es un buen ejemplo de ello. Pero lo mismo se podría decir de la oposición republicana en el Congreso a la reforma sanitaria de Obama o a la de las leyes de inmigración.
A Arthur Brooks, considerado por la prensa progresista una de las voces más autorizadas del conservadurismo norteamericano, no le gusta nada el espectáculo que están dando estos campeones de la indignación. Y confía en que, a la larga, esa estrategia juegue a favor de los republicanos moderados en la carrera a la nominación presidencial: “La ira es lo último que necesita el Partido Republicano. Dentro de un año, los candidatos que ahora se están esforzando por ganar apoyos lo van a agradecer”, declaraba a The Hill el pasado agosto.

¿Una marca maldita?
En The Conservative Heart, Brooks se propone hacer un cambio de marca del conservadurismo para que pase de ser “un movimiento de protesta a un movimiento social”. “Tenemos que dejar de centrarnos en aquello a lo que nos oponemos y empezar a proclamar con audacia aquello por lo que luchamos. Tenemos que presentar una agenda de gobierno positiva y esperanzadora, que se preocupe por mejorar la vida de todo el mundo, especialmente la de los más vulnerables, a través de políticas genuinamente conservadoras”, escribe en la introducción del libro.
Pero este llamamiento a la renovación tiene poco que ver con el “conservadurismo compasivo” que han defendido algunos políticos conservadores, como George W. Bush en la campaña presidencial de 2000 o David Cameron en las elecciones generales británicas de 2010. Las propuestas de este tipo son vistas por sus críticos como estrategias de maquillaje; y en el fondo, dice Brooks, la expresión sugiere que la compasión es “un apéndice antinatural al conservadurismo”.
El enfoque de Brooks es muy distinto. Sobre todo, porque está convencido de que la preocupación por mejorar la situación de los pobres forma parte del ADN conservador. Un dato elocuente recogido en su libro Who Really Cares [2]: de media, los hogares conservadores tienden a donar un 30% más que los progresistas, pese a que –también de media– ganan un 6% menos.
Por eso, Brooks no necesita camuflar sus ideas. Al revés, desde el primer momento advierte que sus principios conservadores son los de siempre. En el plano político, aboga por el libre mercado, el gobierno limitado y la responsabilidad fiscal. En el cultural, defiende las cuatro “instituciones de sentido” que considera esenciales para alcanzar la felicidad: la religión, la familia, la comunidad y el trabajo.

La ayuda sostenible a los pobres
¿Qué hay de nuevo entonces en su propuesta? ¿El tono? ¿Las formas? No exactamente. O, por lo menos, no solo. La tesis central de Brooks es que los conservadores no han sabido explicar sus ideas. Y la cosa tiene visos de empeorar a la vista de un contexto político cada vez más emotivo. Difícilmente se puede entender qué hay de bienintencionado en la defensa de la austeridad o de la responsabilidad fiscal si lo único que cuenta en el debate político son los eslóganes emotivos.
Por ejemplo, cuando Obama presentó su plan para subir el salario mínimo federal, le bastaron unas pocas palabras para hacerse entender: “Ya es hora de dar a EE.UU. una subida de sueldo”. Pero justificar que esa medida puede desincentivar la creación de empleo y perjudicar a los consumidores de ciertos bienes y servicios, sobre todo a los que no se beneficiarían de la subida por no tener trabajo, requiere de más tiempo y de ciertos conocimientos económicos.
Otro ejemplo: Brooks aclara que los defensores del libre mercado no se oponen por sistema a los programas sociales. Sostienen que la ayuda del Estado solo funcionará de verdad como una red de seguridad para los pobres si se la limita a los más necesitados, y no se la convierte en un derecho indiscutido de la clase media. “Porque creemos en una auténtica red de seguridad, pensamos que debemos protegerla con disciplina fiscal”.

Quién decide la agenda
Brooks reconoce que algunas ideas conservadoras no son intuitivas. Pero en vez de culpar a la masa ignorante, se pregunta qué puede hacer la derecha para recuperar la confianza de esos “millones de estadounidenses (que) creen que el sueño americano ha dejado de estar a su alcance y que a los conservadores no les importa”.
Lo primero es reconocer los errores propios. “La mayoría de las voces de la derecha norteamericana no han sabido ver que hay una crisis de pobreza y de escasez de oportunidades; que en ciertos sentidos se puede hablar justamente de dos Estados Unidos. Y cuando algunos han acertado a reconocerlo, con frecuencia lo han hecho en unos términos que sacan de quicio a la gente, pues presuponen que los que pasan dificultades es que porque no trabajan lo suficiente”.
Es el mismo ejercicio de autocrítica que hizo el lingüista George Lakoff tras la derrota electoral de los demócratas en 2004, cuando diseñó una estrategia de comunicación política para ayudarles a recuperar la Casa Blanca (cfr. Aceprensa, 13-02-2008). Tanto Lakoff como Brooks coinciden en que enmarcar las ideas en clave moral es fundamental para conectar con los votantes, sean de izquierdas o de derechas.
Después de una crisis económica en la que muchos lo han pasado mal, Brooks sostiene que la gente se merece argumentos morales centrados en la compasión y la justicia. Por eso, en su opinión, la derecha se equivoca cuando sigue presentándose bajo la marca del “realismo económico” de Reagan.
A algunos de mis colegas conservadores les cuesta entenderlo. Con bastante frecuencia les oigo decir que deberíamos centrarnos más en la economía y menos en la moral. Pero eso es un error además de una falsa elección. Los asuntos económicos son asuntos morales. (…) La mayor parte de los norteamericanos quieren políticas públicas que no sean solo económicamente eficientes, sino también moralmente justas”.
Luchar a favor de unos valores siempre es más atractivo que ir a remolque de lo que proponen otros. Además, es una forma de decidir la agenda y de que el votante vea que eres tú quien lleva las riendas. En esto, los progresistas norteamericanos son ejemplares: pese a que “solo representan a un cuarto de la población, dicen con audacia que luchan por el 99%”. Los progresistas son conscientes de que las minorías están a la defensiva, mientras que “las mayorías pelean a favor de las personas”.

El contenido del corazón conservador
¿A favor de quién pelea un conservador? Aquí Brooks hace un gran esfuerzo por distinguir el grano de la paja. Los conservadores –dice– son retratados injustamente como materialistas, cuando lo cierto es que el calificativo les va mejor a sus adversarios: “A los progresistas les preocupa de verdad ayudar a los pobres. Pero confían en sacarles de la pobreza fundamentalmente con el dinero del Estado, relegando el debate sobre la cultura al pasado y centrándose cada vez más en la desigualdad de ingresos. (…) Se trata de un materialismo disfrazado de moralismo”.
En cambio, detrás del lenguaje conservador –aparentemente materialista– subyace una filosofía preocupada por las condiciones que permiten a cada persona ganarse la vida y prosperar: la educación y el trabajo, sobre todo. “El verdadero problema no es que haya demasiado gente viviendo del Estado, sino que a muchos les faltan las oportunidades para vivir su vida”.
La visión del trabajo como “una bendición, no como un castigo” está en el centro de esta filosofía. Los conservadores creen que la red de seguridad para los pobres es un imperativo en las sociedades prósperas, pero a la vez defienden que el progreso es que cada vez haya menos gente dependiendo de los programas sociales. Justo lo contrario de los progresistas, que miden el éxito de esos programas en función del número de personas a las que ayudan: cuantas más, mejor.
Un ejemplo del tipo de programas que elogian los conservadores es el Does Fund, en la ciudad de Nueva York, que proporciona alojamiento a personas sin hogar mientras les capacitan con formación profesional. “La caridad es importante, pero lo que más necesitan los hombres y mujeres pobres es la inversión. Por eso, los conservadores insisten tanto en el trabajo como solución contra la pobreza”.
Y esto que dice Brooks de los conservadores ¿no sería justo aplicarlo también a los progresistas preocupados por la creación de empleo? Seguramente sí. Pero si Brooks pone el acento en los primeros es porque la balanza se ha desequilibrado en el imaginario colectivo: los progresistas parecen ostentar el monopolio de la compasión y la empatía, del mismo modo que antes se les veía como los dueños de la ciencia y del conocimiento.
En The Conservative Heart, Brooks ha querido hacer lo mismo que hizo Russell Kirk en 1953 en The Conservative Mind: cambiar los términos del debate. “Gracias a Kirk y a otros intelectuales conservadores, los norteamericanos ya no dudan más sobre el rigor de la mente conservadora. De lo que sí dudan es de la compasión del corazón conservador. Ha llegado el momento de corregir esta falsa percepción, y de integrar la cabeza y el corazón conservadores en un nuevo movimiento social que restaure la promesa de EE.UU. a cada uno de sus ciudadanos”.


Notas:
Este artículo fue publicado originalmente por Aceprensa, www.aceprensa.com.
[1] The Conservative Heart: How to Build a Fairer, Happier, and More Prosperous America. Broadside Books. Nueva York (2015). 246 págs.
[2] Who Really Cares: The Surprising Truth About Compassionate Conservatism. Basic Books. Nueva York (2006). 250 págs.