martes, 27 de mayo de 2008

ECONOMÍA Y RELIGIÓN

Rev. Padre Ricardo Fuentes Castellanos
Uno de los problemas que se plantean actualmente es tratado aquí en forma magistral por un distinguido sacerdote.
La época presente, más que ninguna otra, se ha venido caracterizando por lo que algunos han llamado «signo de lo social».
Dentro de esta característica, el aspecto económico constituye, sin duda alguna, la parte más esencial de esta preocupación moderna.
Sociólogos, economistas, políticos, prelados y sacerdotes, etc.; en fin, todo el mundo habla y escribe sobre los problemas sociales y económicos. Como es de esperarse, ante la manifestación de tantas opiniones e ideas, muchas veces el resultado es el confusionismo más grande.
De parte de muchos e importantes sectores católicos, he venido observando con profunda alarma y disgusto cómo se va extendiendo la mentalidad marxista y socializante, de modo que ya se ha hecho moda el hacer causa común con los marxistas, alardeando de la «apertura a la izquierda», aceptando colaboración con los partidos marxistas o filo-comunistas y, sobre todo, manifestando opiniones que en último análisis no son más que puro marxismo, no obstante el ropaje «cristiano» que se le quiere dar.
Así a cada rato leemos declaraciones individuales o colectivas de muchos dirigentes católicos que hablan de «Reforma Agraria», redistribución de la propiedad o de la renta nacional; de «nacionalización de empresas»; de «reforma tributaria» con mayores impuestos progresivos; impuestos sobre las herencias y así mil otras cosas que vociferan en todo el mundo los paladines de la «Revolución Social» y en cuya vanguardia se encuentran los comunistas y compañeros de viaje.
Naturalmente todo esto que nos sugieren los estudiantes «reformistas» son unos anhelos sumamente atractivos pero, en general, todo estos apóstoles se cuidan muy bien de señalar el CÓMO se van a llevar a cabo estas «reformas» ideales y, a lo sumo, la solución que indican no es otra que la misma propugnada por el socialismo de estado que propone sencillamente la economía planificada y el intervencionismo del Estado, lo cual, en última instancia, no es otra cosa que el estado totalitario como lo han indicado los más competentes economistas de nuestra época tales como Ludwig von Mises, Wilhelm Röpke, Henry Hazlitt, Ludwig Erhard y muchos otros.
Si bien la propaganda de los sectores izquierdizantes es la que hace más ruido y también ha recibido una mayor acogida en los órganos de propaganda como la prensa diaria, revistas, boletines, círculos de estudio, radio y TV; sin embargo, poco a poco las ideas más conservadoras se van abriendo camino y podemos decir que también del lado católico se está desarrollando un movimiento encaminado a refutar las falacias de la tendencia económico-social Izquierdista que lleva al totalitarismo y DICTADURA DE LA IZQUIERDA, como lo estamos observando en varios países de América y Europa; así como a demostrar con argumentos convenientes que el sistema de «Economía Libre» está más conforme con la doctrina católica que su opuesto, el mencionado sistema de economía «planificada».
El Instituto de Investigaciones Sociales y Económicas, A. C. de México y que ha venido realizando una importante y meritoria labor de esclarecimiento de los problemas económicos y sociales de nuestro tiempo, ha publicado recientemente unos importantes estudios referentes a las relaciones entre la religión y la economía encaminados a refutar la tendencia socializante.
Uno de estos estudios, publicado en un folleto de ese Instituto, contiene DOS OPINIONES CATÓLICAS SOBRE ECONOMÍA.
Estas dos opiniones son la del doctor Alberto Benegas Lynch, Presidente del Centro de Estudios sobre la Libertad, de Buenos Aires, Argentina y manlfestada en una conferencia sobre el tema LOS CATÓLICOS Y EL CAPITALISMO, dictada en la ciudad de Caracas, Venezuela.
La otra es del doctor Joaquín Reig Albiol, presidente de la Fundación «Ignacio Villalonga» de Madrid y manifestada en un prólogo para la edición española del libro de Von Mises «La acción humana».
Además del folleto que hemos mencionado en nuestro artículo anterior, el mismo Instituto de Investigaciones Sociales y Económicas de México acaba de publicar otro libro en que se recopilan TRES ESTUDIOS SOBRE RELIGIÓN Y ECONOMÍA.
Estos estudios son: 1) «Las implicaciones sociales y políticas de las encíclicas pontificias» por el profesor Louis Rougier, de Francia; 2) «Estática y dinámica en la ética económica de la filosofía escolástica» por Joseph Hoffner, de Alemania y 3) «La economía del mercado ante el pensamiento católico» por Daniel Villey, de Poitiers, Francia.
De todos esto importantísimos estudios y que ofrecen profundas razones de meditación sobre el particular voy a referirme brevemente en estos artículos. Por ellos, se comprenderá la ligereza y falta de conocimientos técnicos a de muchas declaraciones, tal vez bien intencionadas, pero poco o nada realistas.
De la conferencia dictada en Caracas por el Dr. Alberto Benegas Lynch «LOS CATÓLICOS Y EL CAPITALISMO», vamos a citar unos párrafos referentes al problema de la compulsión Estatal que es la clave de la controversia entre «progresistas o reformistas», por un lado, y los «Conservadores» o partidarios de la Economía Libre, por otro.
«Los católicos, naturalmente dice el Dr. A. Benegas militamos en las filas anticomunistas.» Pero, lamentablemente, hay católicos que, en la búsqueda de soluciones a ciertos problemas terrenales de contenido netamente económico, no profundizan el estudio de la ciencia económica. Sin analizar mayormente los problemas y medir las consecuencias de su actitud, adoptan una posición anticapitalista. No ofrecen nada para reemplazar al capitalismo, como no sea la vulgaridad del intervencionismo estatal. No presentan en el campo ideológico un orden institucional coherente, en cambio del orden capitalista auténtico, cuyas instituciones combaten y contribuyen a deteriorar en lo que queda de ellas en la vida práctica de los tiempos contemporáneos. Los militantes colectivistas más activos no pueden sino mirar con viva simpatía tal actitud asumida por algunos católicos.
Lo curioso es que quienes así proceden, perteneciendo al catolicismo, pretenden relacionar sus actividades favorables a la compulsión estatal, con los dictados de la doctrina cristiana que los que no piensan como ellos en esa materia. Creen haber encontrado en los postulados del catolicismo la aprobación expresa al empleo de métodos compulsivos para encarar problemas terrenales, como los del salario, del precio, de la distribución de la tierra, etc. Van dejando así poco margen para el campo en el que el hombre rinde cuentas de sus actos a Dios. Dejan de esa manera pocos asuntos librados a la conciencia de los hombres frente a Dios. Contribuyen a crear y aceptan un intermediario entre Dios y la conciencia del hombre. Se le asigna al Estado ese carácter y se le reconoce suficiente poder para actuar sobre la conciencia del hombre y torcer su voluntad, obligándole a actuar de distinta manera a la que haría si obrara libremente.
La organización económica basada en el capitalismo en nada se opone a los postulados católicos. Todo lo contrario, el orden institucional del capitalismo inadulterado ofrece todas las garantías, no sólo para el ejercicio del culto religioso, sino también para la práctica de todas las virtudes cristianas.
No puede decirse lo mismo con respecto al colectivismo, que niega toda responsabilidad de ejercer el culto cristiano, y no hay margen para la virtud cristiana basada en el libre albedrío, puesto que, en los regímenes colectivistas, todo lo que no está prohibido por el Estado es obligatorio por decisión de la misma vía de autoridad. Tampoco ofrece garantías al catolicismo el intervencionismo estatal que, naturalmente, con el crecimiento desmesurado del poder del gobierno, hace peligrar, no sólo la independencia de los católicos con respecto al Estado, sino aún la debida práctica de la fe católica.
En vista de que como hemos indicado del lado católico no faltan algunos sectores que en nombre de la «Sociología» y de la «Economía» han hecho causa común con algunos elementos abiertamente marxistas, como se da de hecho en algunos países Sur Americanos como en Chile, donde el llamado Partido «Demócrata Cristiano» aboga por la supresión de la propiedad privada y su suplantación por lo que llaman la «propiedad comunitaria» aparte de hablar de la ascensión al poder de las «fuerzas revolucionarias»; de ahí que conviene precisar las ideas de este terreno para evitar confusiones harto peligrosas.
En el prólogo que a la edición española de la monumental obra de Ludwig von Mises LA ACCIÓN HUMANA, que ha sido considerada como una verdadera enciclopedia de la ciencia económica, el Dr. .Joaquín Reig Albiol, presidente de la Fundación «Ignacio Villalonga» de Madrid, España, comenta las ideas de Von Mises en defensa de la libertad económica gravemente amenazada por las tendencias «progresistas», ya sea que provengan de los partidos marxistas o de los «progresistas» católicos, como hemos indicado anteriormente.
«En nuestros días escribe el mencionado autor la lucha que mantienen la economía libre y la economía encadenada registra una etapa de equilibrio. La primera, sin embargo, difícilmente vencerá a la segunda, si no acierta a concertar una franca alianza con el cristianismo. Los partidarios de la economía en libertad mantienen la esperanza de que la Iglesia Católica y las confesiones protestantes asuman un papel preponderante en la acción emprendida y que es necesario proseguir e intensificar para salvar la amenazada civilización. Teólogos y economistas coinciden en denunciar al comunismo ateo como el origen de muchos males que gravitan sobre la humanidad. Los teólogos ponen el acento en el segundo término del concepto; los economistas, en el primero, pero el objetivo es el mismo.
La Iglesia Católica ampara y defiende, en el orden económico, la propiedad privada de los factores de producción.
Los bienes naturales han sido creados por Dios para que de ellos pudieran disponer todos los hombres. Contrariamente a lo que pretenden el socialismo y el comunismo, la voluntad de Dios manifestada por la Ley Natural, proclama el derecho de cada ser humano una propiedad exclusivamente suya».
No obstante, este fundamento tan esencial de la doctrina católica reafirmada en las mismas encíclicas pontificias más recientes, incluyendo la MATER ET MAGISTRA; sin embargo, no faltan algunos sectores que siguen alucinando con la obsesión «progresista», aferrándose a la táctica de la «apertura a la izquierda», no sólo en el terreno práctico, como sucede hoy día en numerosos países donde la «Democracia Cristiana» se ha aliado con partidos netamente izquierdistas o marxistas, sino lo que es más grave también, el terreno económico-social.
El profesor Louis Rougier, en su estudio: «Las implicaciones sociales y políticas de las encíclicas pontificias», analiza profundamente esta tendencia que desgraciadamente está en boga en nuestro tiempo.
Como dicen que estamos en «tiempos cambiantes» («The Changing Times»), a más de alguno le ha parecido que es necesario cambiar en todo.... en dogma, en doctrina bíblica, en liturgia, en ecclesiología, sociología, economía etc.
Por lo que respecta al orden social y económico, que es de lo que estamos tratando aquí, el profesor Louis Rougier nos describe maravillosamente el desarrollo de este movimiento en Francia, sobre todo, a partir de la guerra.
«Al día siguiente de la Liberación de Francia, y en nombre de la justicia social que la Iglesia de Cristo no ha cesado de predicar a través de los siglos, gran número de católicos condenó al liberalismo económico, identificándolo con el régimen capitalista. A los sufrimientos acumulados por la guerra los consideraron como dolores del alumbramiento escatológico de un mundo mejor. Los Dominicos del «Tiempo presente», los Jesuitas del «Testimonio Cristiano», los personalistas del «Espíritu», los monjes unidos, los predicadores mundanos, gran número de jóvenes militantes del régimen sindicalista C.F.T.C...,el «Movimiento Popular de las Familias», la «Juventud de la Iglesia», la «Unión de los Cristianos Progresistas», los «Demócratas Populares» y los «Cristianos Socialistas», acordaron reconocer que el enemigo número uno era el capitalismo y que para aniquilarlo, era necesario realizar inteligentemente la unidad de acción con los comunistas.
Ante el temor de no parecer suficientemente izquierdistas, se les vio rivalizar en celo y competencia con la CGT. Votaron gustosos por la nacionalización de las industrias claves, tales como la energía eléctrica, la de transportes, los bancos, los seguros, el crédito y por el monopolio del comercio exterior, así como el control de precios. En resumen, creyeron en el advenimiento del orden mesiánico mediante la substitución de la economía del mercado por un régimen dirigista o pIanista.
Ahora que está tan en boga entre muchos católicos que se autodenominan «progresistas» la tendencia de «apertura a la izquierda», resulta muy conveniente examinar más a fondo tales inclinaciones.
El profesor Louis Rougier estudia muy a fondo a la luz de las encíclicas y de la trayectoria de la Iglesia Católica las tendencias «progresistas» que, en el fondo, no son más que puro marxismo con apariencia cristiana y demuestra cómo la llamada economía «dirigida» o «planificada» es incompatible con un auténtico régimen democrático y necesariamente lleva al Estado totalitario. Según el profesor L. Rougier, la única economía compatible con la doctrina de las encíclicas pontificias y la democracia es la «economía del consumidor» que se basa precisamente en lo que los norteamericanos llaman «The Free Enterprise System»; o sea, el sistema de la economía libre.
Finalmente, en su estudio, el profesor Rougier refuta a fondo el error de los cristianos que colaboran con el comunismo.
De estos importantes estudios del profesor Louis Rougier, vamos a ver algunos puntos.
Los católicos «progresistas», prosigue el profesor Rougier:
Para combatir los monopolios privados, preconizaron un monopolio único: el del Estado para combatir la dictadura económica de los fuertes, la que según el Padre Riquet, predicador del Notre Dame, sería la consecuencia ineluctable de la «libre competencia», propugnaron por la dictadura económica del Estado patrón, convertido en contratista, empresario y asegurador. También razonaron a la manera de Gribouille quien, para no mojarse en la lluvia, prefirió echarse al río. Es decir, la emoción substituyó al raciocinio. No reflexionaron que toda sociedad es capitalista, a menos que se retroceda a la edad neolítica, e indudablemente se hubieran sorprendido al saber que, para proporcionar empleo a un sólo obrero norteamericano, se necesita una inversión media de 16.000 dólares... Confundieron la gestión económica, que no puede ser realizada sino en dos formas: mediante el financiamiento del mercado libre y el mecanismo de los precios o, autoritariamente, por medio de un planeamiento económico, según las decisiones de los burócratas, con el natural problema del reparto del ingreso nacional que puede ser modificado siempre por la vía impositiva.
No se comprendió que suprimir la competencia era sacrificar a los consumidores en beneficio de los productores o de los intermediarios, para quienes el margen de ganancia es calculado por el Estado, tomando como base las utilidades más bajas y que suprimir riesgo, eliminando la competencia, es hacer perder la ganancia su doble función social: la de ser un indicio del que se sirven muy bien los consumidores y la de orientar los capitales hacia los servicios y hacia los bienes que más los necesitan. Hipnotizados por el problema de una repartición igualitaria de vista el problema de la producción intensiva, única capaz de elevar el nivel de las masas.
No creyeron que al conferir al Estado cargas demasiado pesadas y fuera de su competencia o de aquéllas que se utilizan para pagar déficit de operación cuando el impuesto fiscal no alcanza, estaban acorralándolo, obligándolo a convertirse en monedero falso. Se les escapó lo que la experiencia nos enseña cada día: que la economía dirigida no puede conducir más que al caos y a la pobreza universal y, si acaso se le quiere convertir en productiva, conduce al Estado Policía, a los trabajos forzados y a la servidumbre colectiva.
Solamente la economía del consumidor es compatible con el espíritu de las encíclicas sociales pontificias porque únicamente dicha economía permite salvaguardar la estructura y los valores de la civilización occidental, tal como la han formado en el curso de los siglos, la triple aportación de Grecia, Roma y el mensaje evangélico.
Uno de los puntos más sutiles alegados por los defensores de la tendencia «progresista» ha sido la de pretender «cristianizar» la Revolución Bolchevique, pensando que, así como en otras épocas de la historia de occidente, la Iglesia, en vez de dejarse llevar por una actitud derrotista y negativa, buscó la manera de «cristianizar» a los bárbaros e incluso se valió de ellos para organizar un sucedáneo del extinto Imperio Romano mediante la creación del llamado «Sacro Imperio Romano Germánico», lo mismo se puede hacer ahora con los comunistas.
Según esto, ¿por qué el Padre Chaillet, el Abate Boulier, el Padre Riquet no podrían ser los Orose y los Salvien de estos tiempos? ¿Por qué su visión no podría adelantarse a la de un episcopado demasiado conservador, con puntos de vista atrasados que corresponden a los de un Méliton de Sardes, de un Tertuliano, de un Lactancio, que ligaban la suerte de la Iglesia a la suerte de Roma?
Asimilemos a Roma con el capitalismo; a los bárbaros con los comunistas: ¿Por qué la Iglesia no superaría la crisis de nuestro tiempo como superó la del Siglo V, colaborando resueltamente y sin perjuicio con los soviéticos?
Tal comparación dice el profesor Rougier sería viciosa. Tal paralelo se volvería inexorablemente contra sus autores. Orese y Salvien se levantan contra el estatismo burocrático, rigurosamente jerárquico, que se había convertido desde Dioclesiano, en el instrumento del absolutismo imperial, ahogando toda velocidad de Independencia bajo el yugo de un funcionario dominado por la única preocupación de las entradas fiscales.
Así como entonces, lo mismo sucedería ahora. El planeamiento económico trae, como hemos indicado repetidamente, inevitablemente el Estado Totalitario.
El profesor Rougier nos lo vuelve a indicar detalladamente:
«El planeamiento económico y sus consecuencias intelectuales son: la burocratización estática, la super fiscalización, el régimen policiaco no son la promesa del porvenir, sino los síntomas de la decrepitud de las sociedades. La humanidad ha tenido muchas veces esa experiencia y quienes se creen en realidad progresistas, son en realidad reaccionarios. Egipto ha conocido tres grandes imperios que tres veces se han desplomado víctima del mismo mal: la economía dirigida y la burocracia estática. Tal fue también la suerte del Bajo Imperio de occidente y finalmente el Imperio Bizantino. Fue lo mismo con los incas del Perú, con la China de los Hans, con los jesuitas del Paraguay. Las sociedades peligran cuando el funcionarismo invade la corporación social, como ciertos tejidos conjuntivos que, haciendo perder al individuo toda posibilidad de iniciativa, le quitan la razón de vivir.
La independencia espiritual de la Iglesia depende de la autonomía de sus rentas y no de los favores del poder público. En un estado socialista, todos los gastos se controlan y, como todos los individuos dependen de los emolumentos que les fija el gobierno, los religiosos se convierten en funcionarios del Estado omnipotente. Si rehusan seguir su política, serán eliminados.
En un estado socialista, la Iglesia será, a lo más, una Iglesia juramentada como la de la Constitución Civil del clero bajo la Revolución Francesa, como la Iglesia ortodoxa rusa en la Unión Soviética. Cardenales, arzobispos y obispos no serán, según la hipótesis más favorable sino prefectos espirituales de una iglesia totalmente política. Se volverá al confusionismo de lo espiritual y lo temporal que es mortal para la religión.
En esta disputa, donde se juega la suerte de las civilizaciones fundadas sobre la triple aportación de la ciencia helénica, del derecho romano y del mensaje cristiano, se ha llegado al momento de ver a cristianos y humanistas enrolarse y unirse en una lucha común contra esta deificación del Estado que es el estado comunista. A los extraviados hay que recordarles las palabras proféticas de PÍO XI del 19 de marzo de 1937, en la Encíclica Divini Redemptoris: «El comunismo es esencialmente perverso y no puede admitirse en ningún terreno la colaboración del que quiera salvar la civilización cristiana. Si algunos inducidos al error cooperarán a la victoria del comunismo en su país, caerían los primeros, víctimas de sus extravíos».
A los timoratos no hay más que recordarles las ardientes palabras de Su Santidad Pío XII en su discurso de la Pascua de 1948:
«No hay ya lugar para los pusilánimes, para los irresolutos, para los indecisos. Es necesario entender que no se puede servir a dos amos a la vez».
«Lo que ha hecho siempre del Estado un infierno sobre la tierra es precisamente que el hombre ha intentado hacer de él su paraíso».F. Hoelderlin

jueves, 15 de mayo de 2008

Definiendo la justicia social

El año pasado fue el centenario del nacimiento de Friederich Hayek, entre cuyas muchas contribuciones al siglo XX estuvo una enérgica y sostenida crítica a la mayoría de los usos del término "justicia social". Nunca he encontrado un escritor, religioso o filosófico, que respondiera directamente a las críticas de Hayek. Para tratar de comprender la justicia social en nuestro tiempo, no hay mejor lugar para empezar que con el hombre que, en su propia vida intelectual, fue ejemplo de esa virtud cuyo mal uso tanto deploró. El problema con la "justicia social'' empieza con el significado mismo del término. Hayek señala que se han escrito libros y tratados completos sobre la justicia social sin haberla definido nunca. Se permite que el concepto flote en el aire como si todo mundo fuera a reconocerlo cuando aparezca un ejemplo. Esa vaguedad parece indispensable. En el mismo momento en que uno empieza a definir la justicia social, choca con embarazosas dificultades intelectuales. En la mayoría de los casos, se vuelve un término práctico cuyo significado operativo es, "Necesitamos una ley en contra de esto.'' En otras palabras, se convierte en un instrumento de intimidación ideológica con el objetivo de conseguir el poder de la coerción legal.Hayek señala otro defecto de las teorías de la justicia social del siglo XX. La mayoría de los autores afirman que lo utilizan para designar una virtud (una virtud moral, según ellos). Pero la mayoría de las definiciones que le adjudican pertenecen a un estado de cosas impersonal - "alto desempleo" "desigualdad de ingresos" o "carencia de un salario decente" se citan como ejemplos de "injusticia social". Hayek va derecho al centro del problema: la justicia social es o una virtud o no lo es. Si lo es, sólo puede adscribirse a los actos deliberados de personas individuales. La mayoría de los que usan el término, sin embargo, no lo adscriben a individuos sino a sistemas sociales. Utilizan "justicia social" para designar un principio regulador de orden. No están centrados en la virtud sino en el poder.El término "justicia social" fue utilizado por primera vez en 1840 por el cura siciliano Luigi Taparelli d'Azeglio, y recibió prominencia en La Constitutione Civile Secondo la Giustizia Sociale, un folleto de Antonio Rosmini-Serbati publicado en 1848. 13 años después, John Stuart Mill en su famoso libro Utilitarismo le brindó un prestigio casi canónico para los pensadores modernos:"La sociedad debería de tratar igualmente bien a los que se lo merecen, es decir, a los que se merecen absolutamente ser tratados igualmente. Este es el más elevado estándar abstracto de justicia social y distributiva; hacia el que todas las instituciones, y los esfuerzos de todos los ciudadanos virtuosos, deberían ser llevadas a convergir en el mayor grado posible".Mill imagina que las sociedades pueden ser virtuosas de la misma forma en que pueden serlo los individuos. Quizás en las sociedades altamente personalizadas de tipo antiguo, semejante uso pudiera tener sentido - bajo reyes, tiranos o jefes tribales, por ejemplo, cuando una persona toma todas las decisiones sociales cruciales. Curiosamente, sin embargo, la demanda por el término de "justicia social" no surgió hasta los tiempos modernos, en que sociedad más complejas están regidas por leyes impersonales aplicadas con la misma fuerza a todos por igual gracias "al imperio de la ley".El nacimiento del concepto de justicia social coincidió con otros desplazamientos en la consciencia humana: la "muerte de Dios" y el ascenso de la idea de la economía dirigida. Cuando Dios "murió", la gente comenzó a confiar en la arrogancia de la razón y en su inflada ambición de hacer lo que el mismo Dios no había hecho: construir un orden social justo. La divinización de la razón encontró su extensión en la economía dirigida; la razón (es decir, la ciencia) dirigiría y la humanidad seguiría colectivamente. La muerte de Dios, el ascenso de la ciencia y de la economía dirigida nos trajeron " el socialismo científico". Donde la razón fuera a dirigir, dirigirían los intelectuales. (O eso pensaron algunos. En realidad, dirigirían los obsesos por el poder.)De este tipo de razonamiento se desprende que la "justicia social" tendría su fin natural en una economía dirigida. En efecto, es ésta se le dice a los individuos qué hacer. La "justicia social" presupone: (1) que la gente está guiada por directivas externas específicas en vez de por reglas de conducta interiorizadas sobre lo que es justo. Y (2), que ningún individuo debe ser considerado responsable por su posición en la sociedad. Afirmar que es responsable sería "echarle la culpa a la víctima". En realidad, la función del concepto de justicia social es echarle la culpa a otro, echarle la culpa "al sistema", echarle la culpa a los que (míticamente)a "lo controlan". Como ha escrito Leskek Kolakowski en su magistral historia del comunismo, el paradigma fundamental de la ideología comunista: usted sufre, su sufrimiento es causado por personas poderosas; hay que destruir a esos opresores tiene garantizado un inmenso atractivo.Es cierto, acepta Hayek, que los efectos de las opciones individuales y los procesos abiertos de una sociedad libre no están distribuidos según un reconocible principio de justicia. Algunas veces, los que tienen mérito son trágicamente infortunados; la maldad prospera, las buenas ideas languidecen y, en ocasiones, los que las respaldan, lo pierden todo. Pero un sistema que valora tanto el ensayo y el error como la libertad de elegir no está en posición de garantizar resultados. Por otra parte, ningún individuo (y ciertamente ningún Buró Político ni comité ni partido) puede designar reglas que tratarían a cada persona de acuerdo con sus méritos e, inclusive, de sus necesidades. Nadie tiene suficiente conocimiento de todos los detalles relevantes, y como ha señalado Kant, ninguna regla general puede ser lo suficientemente fina como para captarlos.Hayek hizo una tajante distinción, sin embargo, ente los fallos de la justicia que implican la ruptura de normas generalmente acordadas de equidad y las que consisten en resultados que nadie ha designado, previsto ni ordenado. El primer tipo de fallo merece su severa condena moral. Nadie debe de romper las reglas establecidas; la libertad impone graves responsabilidades morales.El segundo tipo de fallo, sin embargo, puesto que no se deriva de ningún acto voluntario ni deliberado de nadie, no le parecía un problema moral sino una característica inevitable de todas las sociedades y, en realidad, de la naturaleza misma. Calificar resultados infortunados de "injusticias sociales" conduce a un ataque a la sociedad libre con el objetivo de moverla hacia una sociedad dirigida. Es por eso que Hayek se opone enérgicamente al uso de ese término. El expediente histórico de economías dirigidas como el nazismo y el comunismo justifican su profunda repugnancia ante ese modo de pensar.Hayek reconoció que a fines del siglo XIX, cuando el término "justicia social" ganó prominencia, se usó al principio como un llamamiento a las clases dirigentes para que atendieran las necesidades de las nuevas masas de desarraigados campesinos que se habían convertido en obreros urbanos. A eso, él no tenía objeción. Lo que sí objetaba era al pensamiento chapucero. Los pensadores descuidados olvidan que la justicia, por definición, es social. Semejante descuido se vuelve positivamente destructivo cuando el término de "social" ya no describe el producto de las virtuosas acciones de muchos individuos sino más bien el objetivo utópico hacia el que todas las instituciones y todos los individuos "deberían ser llevadas a convergir en el mayor grado posible'' mediante la coerción. En ese caso, el "social" de la "justicia social" se refiere a algo que no emerge orgánica y espontáneamente del comportamiento respetuoso de la ley de individuos libres sino más bien de un ideal abstracto impuesto desde arriba. Y es bueno subrayar que el mismo Hayek vio su vocación como pensador en una vida de servicio al prójimo.