sábado, 30 de mayo de 2009

Keynes y su herencia

Por: Alberto Benegas Lynch
Hay quienes para eludir el mote de socialista piensan que es una buena escapatoria el autodenominarse keynesiano al efecto de poder así patrocinar con más comodidad el déficit fiscal, la manipulación estatal del dinero, el crédito y la tasa de interés, el incremento del gasto y el endeudamiento públicos, la intromisión gubernamental en los salarios y la sobreregulación de los negocios privados. Otros, en cambio, presa de una candidez a prueba de balas, son usados y entran por la variante del keynesianismo pensando que reencauzan el sistema en lugar de destruirlo como lo hacen.

He consignado antes que el propio John Maynard Keynes es quien se encarga de despejar con claridad meridiana su filiación al escribir el prólogo a la edición alemana de su Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, en 1936, en plena época nazi : “La teoría de la producción global que es la meta del presente libro, puede aplicarse muco más fácilmente a las condiciones de un Estado totalitario que a la producción y distribución de un determinado volumen de bienes obtenido en condiciones de libre concurrencia y de un grado apreciable de laissez-faire”. Sin duda que es así. En todos lados donde se aplicaron sus recetas el resultado operó en dirección al espíritu de la planificación totalitaria. A confesión de parte, relevo de prueba.
Dadas los renovados entusiasmos por este autor, conviene volver sobre algunos pensamientos que aparecen en esa obra de Keynes, quien, entre otras cosas, propugna “la eutanasia del rentista y, por consiguiente, la eutanasia del poder de opresión acumulativo de los capitalistas para explotar el valor de la escasez del capital.” Asimismo, respecto de las barreras aduaneras, proclama “el elemento de verdad científica de la doctrina mercantilista” y, en momentos de consumo de capital, aconseja el deterioro de los salarios a través de la inflación para que los destinatarios crean que mantienen sus ingresos: “la solución se encontrará normalmente alterando el patrón monetario o el sistema monetario de forma que se eleve la cantidad de dinero, más bien que forzando a la baja de la unidad de salario”, lo cual, en la práctica es lo que se ha adoptado en grado creciente en muy diversos lares. Es decir, como consecuencia de las medidas keynesianas de aumento del gasto público y la expansión monetaria para financiar el déficit, la consecuencia necesaria es el consumo de capital y, al ocurrir ello, los salarios e ingresos en términos reales se contraen aunque nominalmente se eleven.
Hay recetas de Keynes, también tomadas de la obra mencionada, que son realmente pueriles, por ejemplo, lo que denomina “el multiplicador” elucubrado para mostrar las ventajas que tendría el gasto estatal, esquema que funcionaría de la siguiente manera: sostiene que si el ingreso fuera 100, el consumo 80 y el ahorro 20, el efecto multiplicador resulta de dividir 100 por 20, lo cual da 5 y (aquí viene la magia) si el Estado gasta 4 se convertirá en 20 puesto que 5 por 4 arroja aquella cifra (?). Ni Keynes ni el keynesiano más entusiasta jamás han explicado como multiplica el multiplicador. Y todo ello en el contexto de lo que también escribe este autor: “La prudencia financiera está expuesta a disminuir la demanda global y, por tanto, a perjudicar el bienestar”(!).
Es verdaderamente curioso pero uno de los mitos más llamativos de nuestra época consiste en que el keynesianismo salvó al capitalismo del derrumbe en los años treinta, cuando fue exactamente lo contrario: debido a esas políticas surgió la crisis y debido a la insistencia en continuar con esas recetas, la crisis se prolongó. La crisis se gestó como consecuencia del desorden monetario al abandonar de facto el patrón oro que imponía disciplina (de jure lo abandonó Estados Unidos en 1971; Keynes se refería peyorativamente al metal aurífero como “esa vetusta reliquia”). Eso ocurrió, primero con la irrupción de los tristemente célebres bancos centrales una vez dejado de lado el oro y, luego. en los Acuerdos de Génova y Bruselas de los años veinte que establecieron un sistema en el que permitieron dar rienda suelta a la emisión de dólares, moneda reserva que ya no debía responder ante ningún reclamo, salvo el pedido de la banca central extranjera para canjear sus billetes con el acuerdo tácito de no proceder en consecuencia.
De este modo, Estados Unidos incursionó en una política de expansión (y contracción) errática lo que provocó el boom de los veinte con el consiguiente crack del veintinueve, a lo cual siguió el resto del mundo que en ese entonces tenía como moneda reserva el dólar y, por ende, expandía sus monedas locales contra el aumento de la divisa estadounidense.
Tal como lo explican Milton Friedman y Anna Schwartz, Benajamin Anderson, Lionel Robbins, Murray Rothbard, Jim Powell y tantos otros pensadores, Roosevelt, al contrario de lo prometido en su campaña para desalojar a Hoover, y al mejor estilo keynesiano, optó por acentuar la política monetaria irresponsable y el gasto estatal desmedido, a lo que agregó su intento de domesticar a la Corte Suprema con legislación que finalmente creó entidades absurdamente regulatorias de la industria, el comercio y la banca que intensificaron los quebrantos y la fijación de salarios que, en plena debacle, condujo a catorce millones de desempleados que luego fueron en algo disimulados por la guerra.
No hay alquimias en economía. De lo que se trata en una sociedad abierta es de contar con marcos institucionales civilizados que respeten los derechos de propiedad al efecto de permitir las mayores tasas de capitalización para que los salarios e ingresos resulten lo más altos que las circunstancias permitan. Si los aparatos estatales se entrometen en las vidas y las haciendas ajenas, el resultado necesariamente será el desviar los siempre escasos factores productivos hacia áreas y sectores distintos de los prioritariamente preferidos por la gente, al tiempo que se cercenan las consiguientes libertades individuales siempre en pos de una camarilla de burócratas.

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