BUENOS AIRES (AIPE).- Los tristemente célebres planificadores de la sociedad, entre otras muchas cosas, adolecen de un defecto grave. Son presuntuosos y arrogantes. Suponen un conocimiento que en verdad no poseen ni puede tener jamás ninguna junta de planificación. No es tampoco que los miembros de las referidas juntas sean malas personas, es que nadie dispone de la información necesaria como para dirigir vidas ajenas en dirección a lo que cada uno prefiere. Quienes ahora leen esto, no tienen la menor idea qué grado de conocimiento tendremos esta misma tarde, mucho menos podemos pretender que sabemos los conocimientos (y por tanto los gustos y preferencias) que tendrán nuestros congéneres. Precisamente para eso es útil el mercado.
Mercado es un proceso en el que se celebran millones y millones de arreglos contractuales que dan por resultado precios. Los precios transmiten información. Constituyen una especie de sistema de encuestas automáticas. Supongamos que se recurriera literalmente al sistema de encuestas con la intención de saber las preferencias de la gente. Habría que hacer muchas preguntas. Habría muchos condicionales: si llueve tal cosa, si sale el sol tal otra, si estuviera enfermo lo de más allá. Supongamos también que todos dijeran la verdad. Al momento siguiente de finalizada la encuesta ésta deja de tener validez, puesto que las circunstancias ya cambiaron. Más aún, muchas de las respuestas se darán en base a lo que el encuestado piensa que hará en el futuro, pero cuando ese futuro se convierta en presente lo más probable es que su decisión sea diferente de la anticipada, puesto que los elementos de juicio de que dispone serán otros.
Con esto quiero señalar que mal puede alguien planificar la vida de otros, si ni siquiera dispone de información respecto de cuáles serán sus propias preferencias personales. En alguna oportunidad se ha dicho que los planificadores pretenden ser omnímodos y, por tanto, pretenden “jugar a Dios”. En realidad la actitud arrogante y presuntuosa del planificador pretende ir todavía más allá: pretende ser más que Dios. La Primera Causa nos ha dado libre albedrío. Permite que mejoremos o empeoremos como seres humanos. Sin embargo, el planificador de vidas ajenas pretende la omnisciencia y también pretende imponer conductas a los demás. Por cierto una actitud bastante ridícula, además de malsana y contraproducente. En la alegoría que se nos presenta en el Génesis (3: 5), precisamente, la tentación fatal estriba en pretender ser como dioses. La actitud sabia es en verdad la de Sócrates.
En realidad a muchos se les ha pasado inadvertido que la caída del muro de Berlín se debe a la incomprensión de los problemas inherentes a la planificación y a la información que se simula tener y, como queda dicho, no se tiene. Ludwig von Mises hace ya más de setenta años explicó que no resulta posible el cálculo económico sin precios y, para que los precios resulten posibles, es menester que se respete la institución de la propiedad privada. La asignación de los siempre escasos factores productivos puede llevarse a cabo basada en el cálculo que permite el sistema de precios. Sin precios no podemos decir si los caminos hay que construirlos de oro o de pavimento. Si no nos suena bien hacerlos con el metal aurífero es porque tenemos recuerdos de los precios relativos, pero si se socializa la propiedad la asignación de recursos no puede efectuarse en base a recuerdos sino en base a situaciones presentes que sólo pone de manifiesto la operatoria del mercado. Por ende, jugar una carrera con Dios constituye una desafortunada prueba que inexorablemente conduce a situaciones muchos peores que las que ingenuamente se intentaba remediar.
Mercado es un proceso en el que se celebran millones y millones de arreglos contractuales que dan por resultado precios. Los precios transmiten información. Constituyen una especie de sistema de encuestas automáticas. Supongamos que se recurriera literalmente al sistema de encuestas con la intención de saber las preferencias de la gente. Habría que hacer muchas preguntas. Habría muchos condicionales: si llueve tal cosa, si sale el sol tal otra, si estuviera enfermo lo de más allá. Supongamos también que todos dijeran la verdad. Al momento siguiente de finalizada la encuesta ésta deja de tener validez, puesto que las circunstancias ya cambiaron. Más aún, muchas de las respuestas se darán en base a lo que el encuestado piensa que hará en el futuro, pero cuando ese futuro se convierta en presente lo más probable es que su decisión sea diferente de la anticipada, puesto que los elementos de juicio de que dispone serán otros.
Con esto quiero señalar que mal puede alguien planificar la vida de otros, si ni siquiera dispone de información respecto de cuáles serán sus propias preferencias personales. En alguna oportunidad se ha dicho que los planificadores pretenden ser omnímodos y, por tanto, pretenden “jugar a Dios”. En realidad la actitud arrogante y presuntuosa del planificador pretende ir todavía más allá: pretende ser más que Dios. La Primera Causa nos ha dado libre albedrío. Permite que mejoremos o empeoremos como seres humanos. Sin embargo, el planificador de vidas ajenas pretende la omnisciencia y también pretende imponer conductas a los demás. Por cierto una actitud bastante ridícula, además de malsana y contraproducente. En la alegoría que se nos presenta en el Génesis (3: 5), precisamente, la tentación fatal estriba en pretender ser como dioses. La actitud sabia es en verdad la de Sócrates.
En realidad a muchos se les ha pasado inadvertido que la caída del muro de Berlín se debe a la incomprensión de los problemas inherentes a la planificación y a la información que se simula tener y, como queda dicho, no se tiene. Ludwig von Mises hace ya más de setenta años explicó que no resulta posible el cálculo económico sin precios y, para que los precios resulten posibles, es menester que se respete la institución de la propiedad privada. La asignación de los siempre escasos factores productivos puede llevarse a cabo basada en el cálculo que permite el sistema de precios. Sin precios no podemos decir si los caminos hay que construirlos de oro o de pavimento. Si no nos suena bien hacerlos con el metal aurífero es porque tenemos recuerdos de los precios relativos, pero si se socializa la propiedad la asignación de recursos no puede efectuarse en base a recuerdos sino en base a situaciones presentes que sólo pone de manifiesto la operatoria del mercado. Por ende, jugar una carrera con Dios constituye una desafortunada prueba que inexorablemente conduce a situaciones muchos peores que las que ingenuamente se intentaba remediar.
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