31 de octubre de 2007
Un poco de arqueología interior
Por Alberto Benegas Lynch (h.)
La Nación
El tema de esta nota viene a cuento a raíz de mis labores como director de tesis en las que, en algunos casos, observo una marcada tendencia por parte de doctorandos a acoplarse a lo convencional y apartarse de lo contestatario. Hay un temor reverencial por quedar afuera y salirse de lo que viene repitiéndose machaconamente.
Esta forma de proceder puede extenderse a muchos órdenes de la vida. Lamentablemente, en no pocos centros educativos, desde temprana edad se enseña a memorizar y a repetir, en lugar de desmenuzar, pensar y tamizar. Esto es, más bien, domesticar. De este modo, se pierden contribuciones valiosas que nunca son paridas, precisamente por la inhibición y el escrúpulo de salirse de la media. De tanto decir y hacer lo que dicen y hacen otros, la persona se pierde a sí misma y termina en el diván del psicoanalista presa de una crisis de identidad, preguntando quién es en verdad.
John Stuart Mill aludía al despotismo de la costumbre, que es hostil a la individualidad. “El hombre rápidamente se torna incapaz de concebir la diversidad cuando por un tiempo se acostumbra a no verla.”
Las antiutopías de escritores como Jerome, Zamyatin, Riesman, Lewis, Orwell y Huxley van en esta dirección y se conectan con el autoritarismo. Este último autor, en la versión corregida, mejorada y ampliada de su obra más conocida, Nueva visita a un mundo feliz, señala: “Una multitud es caótica, no tiene propósitos propios y es capaz de cualquier cosa menos de acciones inteligentes y de pensamientos realistas”. A esta “condición subhumana” es a la que se dirige el demagogo.
Tal vez, si esto se expone de modo general habrá acuerdo, pero cuando vamos a lo específico comienzan las divergencias. Pondré un ejemplo que puede parecer baladí, pero que sirve para constatar hasta qué punto se concuerda o no con el peligro de abdicar de las propias responsabilidades en favor del aparato político.
La otra noche, en un restaurante, uno de los comensales felicitó al dueño del local por la decoración y, sobre todo, por la limpieza. El titular, después de agradecer, se despachó contra algunos de sus competidores, porque no estaban sujetos al control estatal en materia de higiene. Como era de esperarse, la mayoría puso el grito en el cielo por tamaña omisión. Los menos, en cambio, intentamos explicar que cada persona debe asumir la responsabilidad por lo que come y donde decide hacerlo. Si es engañada –decíamos– puede recurrir a la justicia y, si prefiere, puede delegar la verificación en auditorías privadas para las “cintas de calidad” y otros distintivos, tal como se hace en otros lares. Lo interesante de este último caso es que se despolitiza un tema tan delicado y, si llega a producirse una intoxicación, las empresas no sólo son pasibles de ser demandadas, sino que es probable que desaparezcan del mercado.
En cambio, en el caso de la politización y de los controles a cargo del Estado, si se produce un envenenamiento, en la peor de las situaciones, se remueve un funcionario, se lo sustituye por otro y todo sigue igual. El cohecho es más fácil en estructuras necesariamente monopólicas, donde no hay dueños interesados en mantener y acrecentar su prestigio con un buen servicio. La degradación del servicio privado aparece cuando hay componendas con el Estado.
En la órbita política no se mide la calidad de servicios por los resultados. En lo privado, el que da en la tecla con lo que reclama la gente obtiene ganancias y el que se equivoca, pérdidas. En el ámbito político no hay tal cosa y, por otro lado, ¿alguien piensa seriamente que salvará su vida porque los alimentos que ingiere son inspeccionados por empleados del Gobierno? ¿O, más bien, conjetura que el restaurante pretende consolidar su imagen y su nombre para seguir funcionando?
El ejemplo anterior puede parecer extremo, pero se repite. Así, se dice que es muy importante que “la autoridad monetaria” establezca garantías a los depósitos, puesto que la mayor parte de la gente no es experta en banca ni en finanzas, sin percibir, por una parte, que es el vecino el garante compulsivo, vía fiscal, con su patrimonio, y, por otra, que se incentiva la irresponsable colocación de fondos, puesto que si la operación sale mal es otro el que se hace cargo.
La llamada educación privada debe seguir las pautas impuestas por los ministerios del ramo, porque la gente no sabría elegir qué le conviene. En lugar de permitir las identificaciones múltiples y cruzadas, los documentos únicos son obligatorios y provistos por gobiernos “para mayor seguridad”, sin percatarse de que facilita la tarea de criminales que con solo falsificar un documento tienen todas las puertas abiertas. Como apunta James Harper, seguramente nos daríamos cuenta del dislate si nos impusieran una sola llave que sirviera para nuestra casa, la caja fuerte, el automóvil, la oficina, etc., y además, fabricada en una cerrajería estatal.
De nada vale quejarse por los avances de los tentáculos del Leviatán estatal si aceptamos su injerencia en todos los recovecos de nuestras vidas. Como ha escrito Tocqueville, “se olvida que en los detalles es donde es más peligroso esclavizar a los hombres. Por mi parte, me inclinaría a creer que la libertad es menos necesaria en las grandes cosas que en las pequeñas, sin pensar que se puede asegurar la una sin poseer la otra”.
Respecto de nuestro país, resulta curioso que en algunos casos se pretenda cambiar de gobernantes, pero no discutir ni objetar sus funciones, como si un apellido distinto pudiera obrar milagros. No está de más recordar una reflexión de Alberdi: “¿Qué exige la riqueza de parte de la ley para producirse y crearse? Lo que Diógenes exigía a Alejandro; que no le hiciera sombra”.
Octavio Carranza acaba de publicar un libro en el que, entre otras cosas, cita tres documentos que marcaron la historia argentina de las últimas seis décadas. Se trata del discurso de un conocido caudillo conservador, de la declaración nazifascista del Grupo de Oficiales Unidos (GOU), de la que participó Perón, y de la Declaración de Avellaneda, del radicalismo personalista, aprobada el 4 de abril de 1945. Mientras no seamos capaces de renunciar a esos quistes será imposible el progreso. Mientras no nos detengamos a hacer un poco de arqueología interior para descubrir las razones de las claudicaciones conscientes o inconscientes, no habrá solución.
En el primer documento, leemos en el discurso de Manuel Fresco, del 17 de noviembre de 1941: “Queremos salvar la organización social y las virtudes de antigua estirpe hispánica, informándolas con el espíritu de la nueva justicia social, que se levanta frente al régimen plutocrático, que es burgués, capitalista, ateo, liberal, antiheroico y antimilitarista”.
El segundo dice, en los prolegómenos del golpe militar de 1943: “Alemania ha dado a la vida un sentido heroico. Esos serán ejemplos. Para realizar el primer paso, que nos llevará a una Argentina grande y poderosa, debemos apoderarnos del poder [sic]. Jamás un civil comprenderá la grandeza de nuestro ideal, por lo cual habrá que eliminarlos del gobierno y darles la única misión que les corresponde: trabajo y obediencia. (...) La lucha de Hitler en la paz y en la guerra nos servirá de guía”.
El tercer documento incluye entre sus enunciados que la tierra “será para los que la trabajen, individual o colectivamente. Dejará de ser un medio de renta y especulación para transformarse en un instrumento de trabajo y beneficio nacional (...) Nacionalización de todas las fuentes de energía natural, de los servicios públicos y de los monopolios extranjeros y nacionales que obstaculicen el progreso económico del país, entregando su manejo a la Nación”.
Como bien se dice, no es posible disponer de la torta y simultáneamente comérsela. No podemos pretender la independencia y simultáneamente abdicar de nuestras facultades y responsabilidades a favor del poder político. Constituye una quimera cifrar las esperanzas en actos electorales si previamente no entendemos cuáles fueron las causas de que la Argentina estuviera ubicada en uno de los lugares más destacados y admirados del planeta antes de ceder ante los populismos, las demagogias y las corrupciones más desfachatadas. Los gastos públicos crecientes, la deuda estatal astronómica (a pesar del default) y la impenetrable maraña fiscal son el resultado indefectible de aquellas aventuras. La arqueología interior se hace imperativa.
Carl Jung dice en la obra que lleva el sugestivo título The Undiscovered Self: “El individuo está privado de manera creciente de su decisión moral en cuanto a cómo debe vivir su vida y, en su lugar, está reglamentado, vestido, alimentado y educado como una unidad social. El Estado se convierte en una personalidad cuasi animada, de la que se espera todo. En realidad, es sólo un camuflaje para aquellos que saben cómo manipularlo”.
Un poco de arqueología interior
Por Alberto Benegas Lynch (h.)
La Nación
El tema de esta nota viene a cuento a raíz de mis labores como director de tesis en las que, en algunos casos, observo una marcada tendencia por parte de doctorandos a acoplarse a lo convencional y apartarse de lo contestatario. Hay un temor reverencial por quedar afuera y salirse de lo que viene repitiéndose machaconamente.
Esta forma de proceder puede extenderse a muchos órdenes de la vida. Lamentablemente, en no pocos centros educativos, desde temprana edad se enseña a memorizar y a repetir, en lugar de desmenuzar, pensar y tamizar. Esto es, más bien, domesticar. De este modo, se pierden contribuciones valiosas que nunca son paridas, precisamente por la inhibición y el escrúpulo de salirse de la media. De tanto decir y hacer lo que dicen y hacen otros, la persona se pierde a sí misma y termina en el diván del psicoanalista presa de una crisis de identidad, preguntando quién es en verdad.
John Stuart Mill aludía al despotismo de la costumbre, que es hostil a la individualidad. “El hombre rápidamente se torna incapaz de concebir la diversidad cuando por un tiempo se acostumbra a no verla.”
Las antiutopías de escritores como Jerome, Zamyatin, Riesman, Lewis, Orwell y Huxley van en esta dirección y se conectan con el autoritarismo. Este último autor, en la versión corregida, mejorada y ampliada de su obra más conocida, Nueva visita a un mundo feliz, señala: “Una multitud es caótica, no tiene propósitos propios y es capaz de cualquier cosa menos de acciones inteligentes y de pensamientos realistas”. A esta “condición subhumana” es a la que se dirige el demagogo.
Tal vez, si esto se expone de modo general habrá acuerdo, pero cuando vamos a lo específico comienzan las divergencias. Pondré un ejemplo que puede parecer baladí, pero que sirve para constatar hasta qué punto se concuerda o no con el peligro de abdicar de las propias responsabilidades en favor del aparato político.
La otra noche, en un restaurante, uno de los comensales felicitó al dueño del local por la decoración y, sobre todo, por la limpieza. El titular, después de agradecer, se despachó contra algunos de sus competidores, porque no estaban sujetos al control estatal en materia de higiene. Como era de esperarse, la mayoría puso el grito en el cielo por tamaña omisión. Los menos, en cambio, intentamos explicar que cada persona debe asumir la responsabilidad por lo que come y donde decide hacerlo. Si es engañada –decíamos– puede recurrir a la justicia y, si prefiere, puede delegar la verificación en auditorías privadas para las “cintas de calidad” y otros distintivos, tal como se hace en otros lares. Lo interesante de este último caso es que se despolitiza un tema tan delicado y, si llega a producirse una intoxicación, las empresas no sólo son pasibles de ser demandadas, sino que es probable que desaparezcan del mercado.
En cambio, en el caso de la politización y de los controles a cargo del Estado, si se produce un envenenamiento, en la peor de las situaciones, se remueve un funcionario, se lo sustituye por otro y todo sigue igual. El cohecho es más fácil en estructuras necesariamente monopólicas, donde no hay dueños interesados en mantener y acrecentar su prestigio con un buen servicio. La degradación del servicio privado aparece cuando hay componendas con el Estado.
En la órbita política no se mide la calidad de servicios por los resultados. En lo privado, el que da en la tecla con lo que reclama la gente obtiene ganancias y el que se equivoca, pérdidas. En el ámbito político no hay tal cosa y, por otro lado, ¿alguien piensa seriamente que salvará su vida porque los alimentos que ingiere son inspeccionados por empleados del Gobierno? ¿O, más bien, conjetura que el restaurante pretende consolidar su imagen y su nombre para seguir funcionando?
El ejemplo anterior puede parecer extremo, pero se repite. Así, se dice que es muy importante que “la autoridad monetaria” establezca garantías a los depósitos, puesto que la mayor parte de la gente no es experta en banca ni en finanzas, sin percibir, por una parte, que es el vecino el garante compulsivo, vía fiscal, con su patrimonio, y, por otra, que se incentiva la irresponsable colocación de fondos, puesto que si la operación sale mal es otro el que se hace cargo.
La llamada educación privada debe seguir las pautas impuestas por los ministerios del ramo, porque la gente no sabría elegir qué le conviene. En lugar de permitir las identificaciones múltiples y cruzadas, los documentos únicos son obligatorios y provistos por gobiernos “para mayor seguridad”, sin percatarse de que facilita la tarea de criminales que con solo falsificar un documento tienen todas las puertas abiertas. Como apunta James Harper, seguramente nos daríamos cuenta del dislate si nos impusieran una sola llave que sirviera para nuestra casa, la caja fuerte, el automóvil, la oficina, etc., y además, fabricada en una cerrajería estatal.
De nada vale quejarse por los avances de los tentáculos del Leviatán estatal si aceptamos su injerencia en todos los recovecos de nuestras vidas. Como ha escrito Tocqueville, “se olvida que en los detalles es donde es más peligroso esclavizar a los hombres. Por mi parte, me inclinaría a creer que la libertad es menos necesaria en las grandes cosas que en las pequeñas, sin pensar que se puede asegurar la una sin poseer la otra”.
Respecto de nuestro país, resulta curioso que en algunos casos se pretenda cambiar de gobernantes, pero no discutir ni objetar sus funciones, como si un apellido distinto pudiera obrar milagros. No está de más recordar una reflexión de Alberdi: “¿Qué exige la riqueza de parte de la ley para producirse y crearse? Lo que Diógenes exigía a Alejandro; que no le hiciera sombra”.
Octavio Carranza acaba de publicar un libro en el que, entre otras cosas, cita tres documentos que marcaron la historia argentina de las últimas seis décadas. Se trata del discurso de un conocido caudillo conservador, de la declaración nazifascista del Grupo de Oficiales Unidos (GOU), de la que participó Perón, y de la Declaración de Avellaneda, del radicalismo personalista, aprobada el 4 de abril de 1945. Mientras no seamos capaces de renunciar a esos quistes será imposible el progreso. Mientras no nos detengamos a hacer un poco de arqueología interior para descubrir las razones de las claudicaciones conscientes o inconscientes, no habrá solución.
En el primer documento, leemos en el discurso de Manuel Fresco, del 17 de noviembre de 1941: “Queremos salvar la organización social y las virtudes de antigua estirpe hispánica, informándolas con el espíritu de la nueva justicia social, que se levanta frente al régimen plutocrático, que es burgués, capitalista, ateo, liberal, antiheroico y antimilitarista”.
El segundo dice, en los prolegómenos del golpe militar de 1943: “Alemania ha dado a la vida un sentido heroico. Esos serán ejemplos. Para realizar el primer paso, que nos llevará a una Argentina grande y poderosa, debemos apoderarnos del poder [sic]. Jamás un civil comprenderá la grandeza de nuestro ideal, por lo cual habrá que eliminarlos del gobierno y darles la única misión que les corresponde: trabajo y obediencia. (...) La lucha de Hitler en la paz y en la guerra nos servirá de guía”.
El tercer documento incluye entre sus enunciados que la tierra “será para los que la trabajen, individual o colectivamente. Dejará de ser un medio de renta y especulación para transformarse en un instrumento de trabajo y beneficio nacional (...) Nacionalización de todas las fuentes de energía natural, de los servicios públicos y de los monopolios extranjeros y nacionales que obstaculicen el progreso económico del país, entregando su manejo a la Nación”.
Como bien se dice, no es posible disponer de la torta y simultáneamente comérsela. No podemos pretender la independencia y simultáneamente abdicar de nuestras facultades y responsabilidades a favor del poder político. Constituye una quimera cifrar las esperanzas en actos electorales si previamente no entendemos cuáles fueron las causas de que la Argentina estuviera ubicada en uno de los lugares más destacados y admirados del planeta antes de ceder ante los populismos, las demagogias y las corrupciones más desfachatadas. Los gastos públicos crecientes, la deuda estatal astronómica (a pesar del default) y la impenetrable maraña fiscal son el resultado indefectible de aquellas aventuras. La arqueología interior se hace imperativa.
Carl Jung dice en la obra que lleva el sugestivo título The Undiscovered Self: “El individuo está privado de manera creciente de su decisión moral en cuanto a cómo debe vivir su vida y, en su lugar, está reglamentado, vestido, alimentado y educado como una unidad social. El Estado se convierte en una personalidad cuasi animada, de la que se espera todo. En realidad, es sólo un camuflaje para aquellos que saben cómo manipularlo”.
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