viernes, 23 de julio de 2010

Moral y Matrimonio

por Alejandro Bongiovanni

El proyecto de reforma de dos artículos del Código Civil para habilitar el matrimonio entre personas del mismo sexo ya tiene, con toda justicia, media sanción en el Congreso. Analicemos aquí algunas cuestiones de fondo.

No quiero empezar con el latiguillo clásico “tengo amigos homosexuales y son personas excelentes”, porque no los tengo. Tampoco creo que haya que conocer a un homosexual para analizar la justicia de la propuesta del matrimonio entre personas del mismo sexo. Veamos algunos argumentos a favor de la misma.

La moral es un asunto subjetivo e individual.


El Estado no existe para imponernos una moral determinada sino para evitar que atropellemos derechos ajenos. Mientras esto no ocurra, nuestra conducta podrá ser reprobada o aplaudida por nuestros semejantes, pero no castigada por la justicia. Ni la bondad, la solidaridad o el decoro deben ser exigidos a la fuerza por el Estado, ni puede éste punir la mezquindad, la avaricia o el odio. Sólo las conductas que perjudiquen verdaderos derechos de algún ser humano son relevantes para el aparato estatal.
Esto tiene sentido fundamentalmente por dos razones: en primer lugar, la moral dictada por decreto no es realmente moral, dado que sólo el individuo puede decidir que considera correcto o incorrecto en su fuero íntimo. En segundo lugar, sin acción libre los comportamientos están vacíos de moralidad: quien regala o lastima obligado por una fuerza irresistible no está actuando según normas morales.

Por ende, mal puede el gobierno imponernos como inmoral una unión determinada.

Ser respetuosos es una obligación.


Como señala Alberto Benegas Lynch (h) en lugar de tolerancia, palabra que tiene cierto aroma a superioridad, es mejor hablar de respeto. En este caso, cabe argüir que tenemos la obligación de ser respetuosos por las decisiones que tome el prójimo (de nuevo, siempre que no vulnere derechos ajenos) en materia sexual, religiosa, política, económica, social etc.

El precio de vivir en libertad es justamente respetar muchos estilos de vida que no compartimos. Aquí es donde siempre se complica el juego social. Demasiadas personas –aún las que en determinado asunto se declaran discriminadas– están dispuestas a subyugar con la fuerza estatal a otras personas por el simple hecho de no aceptar sus decisiones. Es lamentable ver como los supuestos discriminados cuando cambia la materia pretenden someter al resto a su voluntad.

El matrimonio es un simple acuerdo de voluntades.


Habemos quienes creemos que el Estado debería desentenderse completamente del matrimonio. El Estado no debería casar ni divorciar personas. Esto sería potestad de congregaciones religiosas determinadas (para quienes decidan casarse según su credo) o por simples notarios o instituciones privadas (para los efectos legales).

El matrimonio es un acuerdo legal, con efectos patrimoniales. El leviatán estatal debería quitar sus manos de esta institución y permitir que las personas (homosexuales y heterosexuales) realicen sus acuerdos como deseen. Hay que quitar el falso moralismo de los artículos del código civil y dejar que personas adultas unan voluntades a su antojo. Coherentemente, quienes abogamos por la libertad individual en esta materia, también debemos estar de acuerdo con uniones poligámicas o entre parientes sanguíneos por citar otros ejemplos.

Pero aún suponiendo que el Estado debe continuar casando a las personas, lo cierto es que no se encuentran muchos argumentos salvo los religiosos (sólo válidos para la grey del credo particular) para rechazar el matrimonio entre personas del mismo sexo.

No obstante, una advertencia.


Más allá del derecho a casarse que tienen los homosexuales - que lograrán efectivizar si el dictamen del Senado es favorable- considero un error el hablar de la “comunidad homosexual”.

Los derechos de las personas son individuales. El hablar de comunidades con derechos propios en realidad es una suerte de sindicalismo social. Todos pertenecemos a múltiples conjuntos y subconjuntos, pero los derechos de nuestro haber los poseemos por ser personas, no por pertenecer a un grupo. El pensamiento contrario lleva a un corporativismo en el que todas las comunidades se convierten en grupos de presión que reclaman para sí derechos inventados, o de otro modo se victimizan y se auto proclaman discriminados. No me agradaría nada ver en el futuro, por ejemplo, un proyecto de ley para que haya un cupo mínimo de empleados homosexuales en cada empresa.

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