Por: Alberto Benegas
Los liberales con razón hemos puesto énfasis e insistido hasta el hartazgo en el respeto a los derechos de todos como un medio esencial para el progreso. Esta es sin duda la condición necesaria para que cada uno pueda lograr sus personales propósitos sin interferir en las avenidas que decidan explorar terceros. Pero con esto no basta.
Es como decimos una condición necesaria, pero no es suficiente. Para completar el círculo y asegurar la libertad de modo efectivo es imperioso el tener una noción clara de la propia dignidad y el consiguiente autorespeto. Es indispensable, además de pronunciarse a favor de que a cada uno debe dejárselo en paz para seguir su camino, que se entiendan y practiquen cabalmente las antedichas virtudes. Se requiere ese mínimo de virtudes para evitar que sucumba la libertad.
De lo contrario hay el inmenso riesgo de que, haciendo uso de la libertad, se termine en el cretinismo moral de la antiutopía de Huxley reclamando un amo (teniendo en cuenta su prólogo a la edición de 1946 del que subraya David Bradshaw de Oxford que el autor dice que si hubiera escrito nuevamente la novela daría la opción de “una economía descentralizada, política anarquista y tecnología y ciencia embretada para servir y no para aplastar”, y especialmente complementada con sus consideraciones en The Brave New World Revisited de 1959 al efecto de evitar la truculenta “marcha obediente a la fosa común” tal como reza la última línea de su introducción). Para cultivar ese mínimo de virtudes debe haberse estudiado, comprendido y aceptado la trascendencia y las implicaciones de las autonomías individuales y no simplemente declamar a los cuatro vientos que en libertad cada uno puede hacer lo que le plazca con su vida.
Que el ser humano no se debe a otros, que tiene un valor en sí mismo y que, por tanto, no puede evaluarse con criterios utilitarios circunstanciales de ningún tipo. Que el hombre tiene ciertas propiedades y características que son atribuibles a su naturaleza. Que está dotado de la facultad mental diferente de su cerebro que le permite separarse de los nexos causales inherentes a la materia y, consecuentemente, disponer de libre albedrío. Que el relativismo epistemológico se contradice a si mismo. Que todos los fundamentalismos religiosos y laicos constituyen una severa amenaza contra la paz. Que la defensa propia no justifica la detestable figura de los “daños colaterales” para esconder la matanza de personas ajenas al ataque y que la “obediencia debida” en la guerra no puede apañar actos criminales. Que la virtud de honrar la palabra empeñada es condición fundamental para la convivencia civilizada y que es desatinado manifestarse a favor del derecho cuando se aprueba el exterminio de seres humanos inocentes a través de lo que ha dado en llamarse “aborto”.
Las incomprensiones de estas virtudes se traducen en la reiterada sugerencia de políticas que poco a poco van minando los cimientos de la sociedad abierta para preparar el clima del zarpazo final ya sea a través de la enseñanza estatal, la ecología socialista o una mal entendida solidaridad con recursos coactivamente detraídos del fruto del trabajo ajeno. Y no se trata de ignorancia en el sentido de desconocimiento absoluto por parte de estos politicastros y sus secuaces sino de saber demasiado de lo erróneo. La explicación del antedicho clima para el zarpazo final la ofrece admirablemente bien Tocqueville en La democracia en América: “Se olvida que en los detalles es donde es más peligroso esclavizar a los hombres. Por mi parte, me inclinaría a creer que la libertad es menos necesaria en las grandes cosas que en las pequeñas, sin pensar que se puede asegurar la una sin la otra”.
Las votaciones masivas a favor de los dictadores modernos que se suceden una y otra vez con machacona perseverancia, constituyen los motivos de la preocupación que dejamos consignada en éstas líneas, situación que termina por liquidar las posibilidades de dignidad y autorespeto de las minorías que aún se mantiene en pie y con la antorcha encendida.
Sería un destino en verdad triste el suicidio colectivo de la especie humana. Utilizar la bendición de la libertad para someterse a los dictados de los megalómanos del momento no puede sino recibirse con indescriptible amargura, pero, en todo caso, si ese fuera el caso, será debido a que en las familias, en las universidades y demás centros de educación no se cultivaron con suficiente ahínco aquellas virtudes mínimas necesarias para que cada uno redoble su contribución diaria y así convivir en una sociedad civilizada.
Hoy se discute acaloradamente acerca de lo que podríamos bautizar como “la disputa del alfabeto”: si los indicadores de la crisis en la que está hoy inmerso el mundo tendrán forma de V de U o de L, es decir, si la recuperación será rápida desde el fondo, si se mantendrá en el piso poco tiempo o si se arrastrará en el zócalo por un período prolongado. Pero estas son disquisiciones ex post facto, el nudo del asunto es entender el origen del problema para no repetirlo y éste básicamente consiste en la crisis del Leviatán que con sus tentáculos venenosos abarcó todos los rincones y vericuetos de la economía, a raíz, precisamente, de no contar con los necesarios anticuerpos internos en cuanto al valor sagrado de la libertad y la dignidad del ser humano. A raíz de que frente al primer inconveniente aparece una y otra vez disparado desde los rincones menos sospechados el reiterado pedido de que el Gran Hermano entre en escena.
Durante el siglo xvii los holandeses construyeron una pared de cuatro metros (wal en holandés, fortificación) para protegerse de los ingleses y de las tribus locales, pared que fue demolida por los británicos a principios del siglo siguiente pero quedó lo de Wall Street que era la zona donde se reunían los comerciantes y mucho después donde ese estableció el New York Stock Exchange que oficialmente constituyó el distrito financiero.
Ahora un artículo publicado en el Wall Street Journal sostiene que la crisis actual en verdad hizo que Wall Street perdiera una parte sustancial de su alma puesto que su eje central y su espíritu moderno estaba principalmente y en definitiva constituido por el quinteto de bancos de inversión (es decir, los que se ocupaban de reunir capital, negociar con valores como acciones, bonos, debentures y de administrar fusiones y adquisiciones). Lehman Brothers, después de agitadas reuniones con la intención de vender sus activos en bloque (623 mil millones de dólares), se declaró en quiebra, Merrill Lynch dejó de ser un banco de inversión y se vendió al Bank of America, Bern Sterns se vendió al J.P. Morgan-Chase, Morgan Stanley y antes Goldman Sachs dejaron también de ser bancos de inversión para convertirse en banca comercial al efecto de recibir “salvatajes” irresponsables con dineros detraídos de los contribuyentes.
Como hemos señalado antes, estos barquinazos y muchos más se deben a las múltiples intervenciones estatales que forzaron la debacle en el mercado inmobiliario primero (principal aunque no exclusivamente a través de Freddie Mac y Fannie Mae) y luego en el sistema general que venia sometido a una creciente y asfixiante regulación gubernamental (que en el último año ocupó 75.000 páginas de absurdas disposiciones) a lo que se agrega la manipulación monetaria, la imposición de reservas fraccionarias, en el manejo de las tasas de interés por parte de la Reserva Federal (en esto termina el tan proclamado fine tuning por parte de los entusiastas de la banca central y el curso forzoso), el colosal aumento del gasto estatal, el déficit fiscal, el pavoroso endeudamiento federal que, después de que el Ejecutivo pidiera al Legislativo cinco veces autorizaciones sucesivas para elevar el tope de la deuda, significa hoy entre el 70 y el 75% del PBI según como se computen o no los guarismos “off the budget” (y pensar que Jefferson quería introducir una enmienda constitucional para prohibir de deuda pública puesto que compromete el patrimonio de futuras generaciones que no han participado en el proceso electoral para ungir al gobierno que contrajo la deuda).
Pero, insistimos, todos estos desbarajustes tiene su punto de partida no en las políticas gubernamentales que es indudablemente la forma en que se exterioriza el origen visible del problema, sino en el interior de las personas que poco a poco van cediendo sus responsabilidades y autonomias individuales en manos de los agentes del monopolio de la fuerza. Tal como sentencia la magnífica y memorable canción escrita por Paul Anka “A mi manera”, tan bien cantada por Frank Sinatra: “¿qué es un hombre si no es fiel a si mismo y dice lo que verdaderamente siente y no las palabras de uno que se arrodilla?”.
Es como decimos una condición necesaria, pero no es suficiente. Para completar el círculo y asegurar la libertad de modo efectivo es imperioso el tener una noción clara de la propia dignidad y el consiguiente autorespeto. Es indispensable, además de pronunciarse a favor de que a cada uno debe dejárselo en paz para seguir su camino, que se entiendan y practiquen cabalmente las antedichas virtudes. Se requiere ese mínimo de virtudes para evitar que sucumba la libertad.
De lo contrario hay el inmenso riesgo de que, haciendo uso de la libertad, se termine en el cretinismo moral de la antiutopía de Huxley reclamando un amo (teniendo en cuenta su prólogo a la edición de 1946 del que subraya David Bradshaw de Oxford que el autor dice que si hubiera escrito nuevamente la novela daría la opción de “una economía descentralizada, política anarquista y tecnología y ciencia embretada para servir y no para aplastar”, y especialmente complementada con sus consideraciones en The Brave New World Revisited de 1959 al efecto de evitar la truculenta “marcha obediente a la fosa común” tal como reza la última línea de su introducción). Para cultivar ese mínimo de virtudes debe haberse estudiado, comprendido y aceptado la trascendencia y las implicaciones de las autonomías individuales y no simplemente declamar a los cuatro vientos que en libertad cada uno puede hacer lo que le plazca con su vida.
Que el ser humano no se debe a otros, que tiene un valor en sí mismo y que, por tanto, no puede evaluarse con criterios utilitarios circunstanciales de ningún tipo. Que el hombre tiene ciertas propiedades y características que son atribuibles a su naturaleza. Que está dotado de la facultad mental diferente de su cerebro que le permite separarse de los nexos causales inherentes a la materia y, consecuentemente, disponer de libre albedrío. Que el relativismo epistemológico se contradice a si mismo. Que todos los fundamentalismos religiosos y laicos constituyen una severa amenaza contra la paz. Que la defensa propia no justifica la detestable figura de los “daños colaterales” para esconder la matanza de personas ajenas al ataque y que la “obediencia debida” en la guerra no puede apañar actos criminales. Que la virtud de honrar la palabra empeñada es condición fundamental para la convivencia civilizada y que es desatinado manifestarse a favor del derecho cuando se aprueba el exterminio de seres humanos inocentes a través de lo que ha dado en llamarse “aborto”.
Las incomprensiones de estas virtudes se traducen en la reiterada sugerencia de políticas que poco a poco van minando los cimientos de la sociedad abierta para preparar el clima del zarpazo final ya sea a través de la enseñanza estatal, la ecología socialista o una mal entendida solidaridad con recursos coactivamente detraídos del fruto del trabajo ajeno. Y no se trata de ignorancia en el sentido de desconocimiento absoluto por parte de estos politicastros y sus secuaces sino de saber demasiado de lo erróneo. La explicación del antedicho clima para el zarpazo final la ofrece admirablemente bien Tocqueville en La democracia en América: “Se olvida que en los detalles es donde es más peligroso esclavizar a los hombres. Por mi parte, me inclinaría a creer que la libertad es menos necesaria en las grandes cosas que en las pequeñas, sin pensar que se puede asegurar la una sin la otra”.
Las votaciones masivas a favor de los dictadores modernos que se suceden una y otra vez con machacona perseverancia, constituyen los motivos de la preocupación que dejamos consignada en éstas líneas, situación que termina por liquidar las posibilidades de dignidad y autorespeto de las minorías que aún se mantiene en pie y con la antorcha encendida.
Sería un destino en verdad triste el suicidio colectivo de la especie humana. Utilizar la bendición de la libertad para someterse a los dictados de los megalómanos del momento no puede sino recibirse con indescriptible amargura, pero, en todo caso, si ese fuera el caso, será debido a que en las familias, en las universidades y demás centros de educación no se cultivaron con suficiente ahínco aquellas virtudes mínimas necesarias para que cada uno redoble su contribución diaria y así convivir en una sociedad civilizada.
Hoy se discute acaloradamente acerca de lo que podríamos bautizar como “la disputa del alfabeto”: si los indicadores de la crisis en la que está hoy inmerso el mundo tendrán forma de V de U o de L, es decir, si la recuperación será rápida desde el fondo, si se mantendrá en el piso poco tiempo o si se arrastrará en el zócalo por un período prolongado. Pero estas son disquisiciones ex post facto, el nudo del asunto es entender el origen del problema para no repetirlo y éste básicamente consiste en la crisis del Leviatán que con sus tentáculos venenosos abarcó todos los rincones y vericuetos de la economía, a raíz, precisamente, de no contar con los necesarios anticuerpos internos en cuanto al valor sagrado de la libertad y la dignidad del ser humano. A raíz de que frente al primer inconveniente aparece una y otra vez disparado desde los rincones menos sospechados el reiterado pedido de que el Gran Hermano entre en escena.
Durante el siglo xvii los holandeses construyeron una pared de cuatro metros (wal en holandés, fortificación) para protegerse de los ingleses y de las tribus locales, pared que fue demolida por los británicos a principios del siglo siguiente pero quedó lo de Wall Street que era la zona donde se reunían los comerciantes y mucho después donde ese estableció el New York Stock Exchange que oficialmente constituyó el distrito financiero.
Ahora un artículo publicado en el Wall Street Journal sostiene que la crisis actual en verdad hizo que Wall Street perdiera una parte sustancial de su alma puesto que su eje central y su espíritu moderno estaba principalmente y en definitiva constituido por el quinteto de bancos de inversión (es decir, los que se ocupaban de reunir capital, negociar con valores como acciones, bonos, debentures y de administrar fusiones y adquisiciones). Lehman Brothers, después de agitadas reuniones con la intención de vender sus activos en bloque (623 mil millones de dólares), se declaró en quiebra, Merrill Lynch dejó de ser un banco de inversión y se vendió al Bank of America, Bern Sterns se vendió al J.P. Morgan-Chase, Morgan Stanley y antes Goldman Sachs dejaron también de ser bancos de inversión para convertirse en banca comercial al efecto de recibir “salvatajes” irresponsables con dineros detraídos de los contribuyentes.
Como hemos señalado antes, estos barquinazos y muchos más se deben a las múltiples intervenciones estatales que forzaron la debacle en el mercado inmobiliario primero (principal aunque no exclusivamente a través de Freddie Mac y Fannie Mae) y luego en el sistema general que venia sometido a una creciente y asfixiante regulación gubernamental (que en el último año ocupó 75.000 páginas de absurdas disposiciones) a lo que se agrega la manipulación monetaria, la imposición de reservas fraccionarias, en el manejo de las tasas de interés por parte de la Reserva Federal (en esto termina el tan proclamado fine tuning por parte de los entusiastas de la banca central y el curso forzoso), el colosal aumento del gasto estatal, el déficit fiscal, el pavoroso endeudamiento federal que, después de que el Ejecutivo pidiera al Legislativo cinco veces autorizaciones sucesivas para elevar el tope de la deuda, significa hoy entre el 70 y el 75% del PBI según como se computen o no los guarismos “off the budget” (y pensar que Jefferson quería introducir una enmienda constitucional para prohibir de deuda pública puesto que compromete el patrimonio de futuras generaciones que no han participado en el proceso electoral para ungir al gobierno que contrajo la deuda).
Pero, insistimos, todos estos desbarajustes tiene su punto de partida no en las políticas gubernamentales que es indudablemente la forma en que se exterioriza el origen visible del problema, sino en el interior de las personas que poco a poco van cediendo sus responsabilidades y autonomias individuales en manos de los agentes del monopolio de la fuerza. Tal como sentencia la magnífica y memorable canción escrita por Paul Anka “A mi manera”, tan bien cantada por Frank Sinatra: “¿qué es un hombre si no es fiel a si mismo y dice lo que verdaderamente siente y no las palabras de uno que se arrodilla?”.