jueves, 23 de octubre de 2008

Bush, acorralado por sus dislates

Por Alberto Benegas Lynch (h)
En Estados Unidos, la actual administración ostenta el oscuro privilegio de contar con la tasa de crecimiento más rápida en la relación gasto público-producto bruto interno de los últimos ochenta años. Por otra parte, la deuda del gobierno central se duplicó en los últimos diez años y representa el 70% del PBI de lo cual la mitad corresponde a extranjeros ya que el ahorro interno no alcanza para la financiación del aparato estatal. G. W. Bush pidió en cinco oportunidades autorización a la Legislatura para elevar el tope de la deuda.
Es de interés señalar que Jefferson indicó que de haber tenido la posibilidad hubiera introducido una modificación en la Constitución referida a la prohibición al gobierno de contraer deuda. En última instancia, esta deuda resulta incompatible con la democracia puesto que compromete patrimonios de futuras generaciones que no han participado del proceso electoral que ungió al gobierno que contrajo la deuda.
Si se proyecta el presupuesto del gobierno nacional de aquél país observamos que en 2017 todos los impuestos federales juntos no alcanzan a cubrir siquiera el programa de Seguridad Social. Bush prometió contraer la dimensión del Leviatán a niveles razonables pero no solo elevó el gasto utilizando el superávit que dejó la administración anterior, sino que incrementó el tamaño del aparato estatal que consumió aquél superávit, avanzó hacia un colosal déficit fiscal y continuó la escalada arrastrando el antes aludido endeudamiento hacia alturas inauditas en un contexto regulatorio que ahora ocupa 75 mil páginas adicionales por año.
La Reserva Federal se empeñó en comprimir la tasa de interés, lo cual falsea la relación consumo presente-consumo futuro que engaña a los operadores quienes encaran proyectos de inversión que aparecen como rentables pero que son en verdad antieconómicos. Ahora, el gobierno coactivamente echa mano a recursos de los contribuyentes como salvataje para empresas insolventes: 29 mil millones al JP Morgan para adquirir Bear Stearns, 100 mil millones para Fannie Mae y Freddie Mac, 300 mil millones para la agencia federal de la vivienda, 85 mil millones en préstamo a la aseguradora AIG al 11.5% quedándose el gobierno con el 80% de las acciones, la reincidencia en la creación del ente estatal esta vez con la debatida propuesta de asumir todos los créditos hipotecarios con problemas de pago en poder de la banca por aproximadamente 700 mil millones, además del aporte de otros bancos centrales “para inyectar liquidez” y políticas de tenor equivalente, todo lo cual revela una creciente latinoamericanización.
A este cuadro debe agregarse la patraña mayúscula de la “invasión preventiva” a Irak tal como lo explica Richard Clarke (asesor en temas de seguridad para cuatro Presidentes) y el cercenamiento de las libertades civiles en cuanto a la detención sin juicio previo, las escuchas telefónicas, la invasión al secreto bancario y la irrupción a domicilios sin orden judicial, lo que hace decir al juez Andrew Napolitano que “Si los crímenes del gobierno no se controlan, nuestra Constitución no significa nada”.
En mi libro reciente Estados Unidos contra Estados Unidos (Fondo de Cultura Económica) destaco los alarmantes desvíos en estos y en muchos otros frentes respecto de los extraordinarios principios rectores establecidos por los Padres Fundadores y el riesgo enorme que conlleva esa situación para el mundo libre. Pero lo que no puede decirse con un mínimo de seriedad es que este embate y extralimitación pavorosa del poder y la acción depredadora de empresarios prebendarios es el resultado de aplicar los valores de la sociedad abierta o el capitalismo.
Ya una vez ocurrió cuando algunos distraídos dijeran que la crisis de los años treinta “fue el resultado del capitalismo” sin percibir que los Acuerdos de Génova y Bruselas abrieron las compuertas al desorden monetario que condujo al boom de los años veinte y al posterior crack de los años treinta, agravado por las manipulaciones erráticas de la Reserva Federal tal como, entre otros, lo señalan Milton Friedman y Anna Schwartz.
En este análisis nos encontramos en un fuego cruzado entre los antinorteamericanismos fruto de la envidia y la incomprensión de marcos institucionales liberales y el fundamentalismo de irresponsables que pretenden justificar lo injustificable.
Una nutrida bibliografía muestra los graves problemas en la asignación de factores productivos debido a la concentración de ignorancia inherente a la manía estatista de la burocracia y la consiguiente arrogancia del poder, en lugar de establecer las debidas responsabilidades en el contexto de la dispersión del conocimiento que permiten procesos abiertos y competitivos. Para un baño de humildad recomiendo El cisne negro (Paidós) de N. Taleb donde se explican los peligros de la pretendida planificación de haciendas ajenas y “el oculto cementerio” que resulta de políticas desatinadas.
El autor es Doctor en Economía.

La paradoja de los celulares


Por Alberto Benegas Lynch (h)Diario de América
Por más que hayan instrumentos de gran utilidad que prestan innumerables servicios a la humanidad, si se utilizan mal no sirven a los propósitos para los que fueron concebidos originalmente. Este es, por ejemplo, el caso del martillo: si en lugar de utilizárselo para clavar una estaca o un calvo se lo emplea para romperle la nuca al vecino. Es el caso del mercado cuando en lugar de bienes y servicios que apuntan a la excelencia se demandan estupefacientes para usos no medicinales hasta perder el conocimiento y cuando se comercian dosis crecientes de armas para la guerra y aparatos de tortura. La culpa no es del martillo o de los procesos que sirven para conocer las preferencias y los arreglos contractuales de la gente, sino que se trata de un tema eminentemente axiológico.
Fenómeno parecido ocurre en nuestro tiempo con la telefonía celular. Sin duda que se trata de un instrumento de gran provecho para todo aquello que los usuarios estimen conveniente al efecto de lograr diversos propósitos personales, pero esto puede dividirse en dos planos bien diferenciados. En el primer caso se trata de usos para situaciones de emergencia, contactos urgentes y conversaciones que estrechan las vinculaciones entre las personas. En el segundo, en cambio, conjeturamos un fenomenal desvío de la comunicación de una envergadura tal que, en la práctica, significa la más palmaria incomunicación.
Veamos más de cerca este último plano. Da la impresión que se trata de quienes hacen alarde (en verdad resulta tragicómico) ante terceros de que se los requiere insistentemente. Están hablando con alguien pero interrumpen reiteradamente para atender llamados varios con lo que no están comunicados con el interlocutor con el que se hallan personalmente en contacto ni tampoco con los que se comunican telefónicamente en el contexto de absurdos tartamudeos telegráficos. En última instancia, no están comunicados con nadie.
Hay casos extremadamente ridículos y son cuando quien atiende un celular susurra que no le es posible atender en ese momento porque está en el cine o en una “reunión importante”. No se sabe para que diablos atiende en primer lugar, tal vez sea la irrefrenable tentación de contestar llamados ya que son en general personas sin agenda definida que se dejan dominar por los tiempos y las inquietudes de los demás con lo que van a la deriva según los llamados telefónicos que no resisten contestar.
Personalmente no digiero ese cuadro de situación. He debido decirle a mi interlocutor circunstancial en las oportunidades en que ha ocurrido ese desliz que elija si prefiere hablar por teléfono o estar conmigo porque me niego rotundamente a seguir conversaciones en ese clima donde cualquier intruso nos intercepta a la primera de cambio. En una oportunidad en que estaba conversando con tres personas, una de ellas se levantó para tomar una llamada en su celular e interrumpía con su voz chilllona nuestras deliberaciones desde la habitación contigua. Me levanté y cerré una puerta que nos separaba y advertí que le estaba arruinando el alarde a la del celular con lo que instantáneamente dejó de hablar porque no había material para trasmitir y el alarde ya no tenía sentido (a menos que lo pudiera hacer con un tercero al tomar otra línea y así sucesivamente).
Una persona con un mínimo de educación en una oficina, cuando recibe a otra, lo primero es decirle a la secretaria que no le pase llamadas. Por respeto y consideración elemental las comunicaciones son por turno riguroso, no hay tal cosa como las comunicaciones simultáneas por temas distintos con distintas personas. Las conversaciones pueden ser grupales hablando secuencialmente sobre temas comunes, ya sea de modo presencial o por conferencias a distancia pero nunca en medio del aludido cotorreo.
En el mundo de los “gerentitos” son habituales estos alardes debido a lo que podríamos bautizar como “el complejo de la ocupación permanente” o el “síndrome del gran trabajador”. Son en realidad los que duermen la siesta de la vida ya que no le dan cabida a lo relevante y los que muchas veces padecen la “crisis de los domingos” por el páramo existencial en el que están envueltos: la soledad los espanta porque no pueden oír la voz interior, como que no hay vida interior alguna. Apagado el celular solo queda la nada absoluta.
Ningún empresario o funcionario de jerarquía anda con el celular prendido a cuestas (y habitualmente sin celular a secas). Una comunicación implica respeto e interés recíproco, lo otro es frivolidad y simulacro de comunicación por ello es que resulta paradójico que en la era de los celulares hay casos en los que se acentúa la incomunicación. Es como si siempre se le diera prioridad al nuevo personaje que se interpone último sin que nadie en verdad tenga prioridad porque la vida se desdibuja en alardes, sin contenido, sin brújula y sin parámetro extramuros del celular.