por Alberto Benegas Lynch
Cada tanto tiempo durante los últimas largas seis décadas la Argentina es noticia en los diarios del mundo por una nueva crisis que siempre parece terminal.
Un país que estuvo a la vanguardia de las naciones civilizadas desde la aplicación de su Constitución liberal de 1853 hasta la revolución fascistoide de 1930 y mucho peor, más degradante y totalitario, a partir del peronismo de la década siguiente. Antes de esto último los salarios e ingresos en términos reales del peón rural y del obrero de la incipiente industria eran superiores a los de Suiza, Alemania, Francia y, desde luego, mucho más elevados que los de Italia y España de aquella época. La población se duplicaba cada diez años. Los inmigrantes venían a “hacerse la América”. Competíamos con Estados Unidos en muchos rubros. Nuestras exportaciones estaban a la altura de las de Canadá y Australia. Los ámbitos culturales descollaban por sus niveles de excelencia. Los valores como el respeto a los derechos de propiedad y la palabra empeñada eran sagrados.
Tocqueville en sus reflexiones sobre la Revolución y el antiguo régimen en Francia conjeturaba que los países que cuentan con gran progreso moral y crematístico tienden a dar eso por sentado. Momento fatal porque se dejan espacios que son ocupados por otras corrientes de pensamiento. En el caso argentino fueron los keynesianismos, las doctrinas de la CEPAL, los nazi-fascismos, los colectivismos socialistas y demás variantes estatistas y autoritarias que derrumbaron al país hasta lo inconcebible.
Sin solución de continuidad esto viene ocurriendo con renovado entusiasmo para la demolición, a pesar de los meritorios esfuerzos educativos que tienen lugar en algunos islotes de gran solvencia. Hoy nos encontramos inmersos en la paranoia de un matrimonio gobernante que ha instalado con insistente vigor el resentimiento, la confrontación y la más inaudita prepotencia del aparato estatal. Pretenden manejar las vidas y las haciendas ajenas como si fueran propias. En nombre de los pobres, echan mano desaprensivamente al fruto del trabajo ajeno para “redistribuir”, esto es, volver a distribuir por la fuerza lo que pacíficamente distribuye la gente diariamente en el mercado con sus compras y abstenciones de comprar lo cual perjudica especialmente a los más necesitados al carcomer las tasas de capitalización que son la única causa de la suba de salarios en un contexto de marcos institucionales respetuosos de los derechos de todos.
El Congreso abdicó de sus facultades esenciales al delegar en el Ejecutivo el manejo presupuestario y cuando jueces se oponen a medidas expropiatorias como las mal llamadas “retenciones” (la palabra remite a algo transitorio y sujeto a devolución, lo cual no es el caso), resulta que es investigado, presionado y amonestado. El gasto público crece a pasos agigantados, el endeudamiento sobrepasa los pronósticos más pesimistas, se comprometen recursos adicionales de los contribuyentes para ruinosas reestatizaciones de empresas y se fortalece la amistad con el gobierno venezolano, especialmente con el tristemente célebre ejemplar del Orinoco, políticas cuyos resultados se hace todo lo posible por ocultar tras mentirosas estadísticas oficiales.
Claro que las ideas que conducen a este cuadro de situación no están paridas en la originalidad del actual gobierno. Vienen de atrás y están muy arraigadas en la sociedad argentina debido a un persistente prédica socialista que comienza en muchas cátedras universitarias y se expande en diversas direcciones en círculos concéntricos del mismo modo que ocurre con una piedra arrojada en un estanque.
La noción del derecho se ha resquebrajado hasta convertirlo en una grotesca caricatura. A todo derecho corresponde una obligación. Si el lector obtiene mil por su trabajo, existe la obligación universal de respetar ese ingreso, pero si pretende recibir dos mil cuando su remuneración es de mil y si se otorgara semejante “derecho” quiere decir que otro estaría obligado a proporcionar la diferencia con lo que se habría conculcado el derecho de ese otro. Esto significa un pseudoderecho. Vivimos en la era de los pseudoderechos: “derecho a una vivienda digna”, “derecho a una adecuada atención médica”, “derecho a la educación”, “derecho a vitaminas e hidratos de carbono” y, como casi lo propició la asamblea constituyente en Ecuador, “derecho al orgasmo”. Son todas aspiraciones de deseos pero no derechos ya que, precisamente, atropellan y lesionan el derecho con lo que los marcos institucionales se aniquilan, lo cual, a su turno, termina por afectar gravemente la condición de vida de los relativamente más pobres. Estas dos concepciones radicalmente diferentes del derecho son lo que explican las diferencias entre Uganda y Canadá.
El zafarrancho argentino es preocupante porque, además, significa una burla a los procedimientos republicanos más elementales y una mofa a la democracia que, como explican Sartori, Hayek y tantos otros, se basa en la noción del respeto por los derechos de las minorías. Como el liberalismo está siempre en ebullición y no hay palabras finales, debemos estar atentos a otras contribuciones que fortalezcan las autonomías individuales como las que ahora proponen autores de la talla de Anthony de Jasay, pero, mientras, por lo menos tengamos en cuenta los valores mínimos sobre los que se sustenta el sistema que actualmente evocan quienes desean vivir en una sociedad abierta.
Las autoridades argentinas no se dieron por enteradas de la caída del muro de la vergüenza en Berlín que se debió a la imposibilidad de llevar a cabo contabilidades, evaluación de proyectos ni cálculo económico alguno mientras no se respete la propiedad privada que permite al existencia de precios que constituyen las únicas señales para operar en el mercado. Los megalómanos insertos en el aparato estatal argentino pretenden manejar precios sin percibir que inexorablemente imponen números que no responden a las estructuras valorativas imperantes.
En lugar de permitir el funcionamiento de millones de arreglos contractuales, los burócratas del momento tienen la arrogancia de pretender la coordinación de información que por su naturaleza se encuentra dispersa y fraccionada para, en cambio, concentrar ignorancia en la sede del gobierno. Los fracasos de tales políticas han sido reiterados y estrepitosos en los más diversos puntos del planeta pero funcionarios argentinos anacrónicos y tercos desvarían con el capricho y el empecinamiento de la economía regimentada, lo cual produce una Argentina empobrecida y encadenada.
Si en el siglo XIX, Juan Bautista Alberdi y sus colegas pudieron sentar las bases de una Argentina extraordinaria partiendo de una situación sumamente difícil, nosotros, si aspiramos a ubicarnos a la altura de esa estirpe, tenemos que ser capaces de revertir lo que ocurre y retomar una senda que nunca debimos abandonar.
Este artículo fue publicado originalmente en El Economista (España) el 19 de agosto de 2008.
Un país que estuvo a la vanguardia de las naciones civilizadas desde la aplicación de su Constitución liberal de 1853 hasta la revolución fascistoide de 1930 y mucho peor, más degradante y totalitario, a partir del peronismo de la década siguiente. Antes de esto último los salarios e ingresos en términos reales del peón rural y del obrero de la incipiente industria eran superiores a los de Suiza, Alemania, Francia y, desde luego, mucho más elevados que los de Italia y España de aquella época. La población se duplicaba cada diez años. Los inmigrantes venían a “hacerse la América”. Competíamos con Estados Unidos en muchos rubros. Nuestras exportaciones estaban a la altura de las de Canadá y Australia. Los ámbitos culturales descollaban por sus niveles de excelencia. Los valores como el respeto a los derechos de propiedad y la palabra empeñada eran sagrados.
Tocqueville en sus reflexiones sobre la Revolución y el antiguo régimen en Francia conjeturaba que los países que cuentan con gran progreso moral y crematístico tienden a dar eso por sentado. Momento fatal porque se dejan espacios que son ocupados por otras corrientes de pensamiento. En el caso argentino fueron los keynesianismos, las doctrinas de la CEPAL, los nazi-fascismos, los colectivismos socialistas y demás variantes estatistas y autoritarias que derrumbaron al país hasta lo inconcebible.
Sin solución de continuidad esto viene ocurriendo con renovado entusiasmo para la demolición, a pesar de los meritorios esfuerzos educativos que tienen lugar en algunos islotes de gran solvencia. Hoy nos encontramos inmersos en la paranoia de un matrimonio gobernante que ha instalado con insistente vigor el resentimiento, la confrontación y la más inaudita prepotencia del aparato estatal. Pretenden manejar las vidas y las haciendas ajenas como si fueran propias. En nombre de los pobres, echan mano desaprensivamente al fruto del trabajo ajeno para “redistribuir”, esto es, volver a distribuir por la fuerza lo que pacíficamente distribuye la gente diariamente en el mercado con sus compras y abstenciones de comprar lo cual perjudica especialmente a los más necesitados al carcomer las tasas de capitalización que son la única causa de la suba de salarios en un contexto de marcos institucionales respetuosos de los derechos de todos.
El Congreso abdicó de sus facultades esenciales al delegar en el Ejecutivo el manejo presupuestario y cuando jueces se oponen a medidas expropiatorias como las mal llamadas “retenciones” (la palabra remite a algo transitorio y sujeto a devolución, lo cual no es el caso), resulta que es investigado, presionado y amonestado. El gasto público crece a pasos agigantados, el endeudamiento sobrepasa los pronósticos más pesimistas, se comprometen recursos adicionales de los contribuyentes para ruinosas reestatizaciones de empresas y se fortalece la amistad con el gobierno venezolano, especialmente con el tristemente célebre ejemplar del Orinoco, políticas cuyos resultados se hace todo lo posible por ocultar tras mentirosas estadísticas oficiales.
Claro que las ideas que conducen a este cuadro de situación no están paridas en la originalidad del actual gobierno. Vienen de atrás y están muy arraigadas en la sociedad argentina debido a un persistente prédica socialista que comienza en muchas cátedras universitarias y se expande en diversas direcciones en círculos concéntricos del mismo modo que ocurre con una piedra arrojada en un estanque.
La noción del derecho se ha resquebrajado hasta convertirlo en una grotesca caricatura. A todo derecho corresponde una obligación. Si el lector obtiene mil por su trabajo, existe la obligación universal de respetar ese ingreso, pero si pretende recibir dos mil cuando su remuneración es de mil y si se otorgara semejante “derecho” quiere decir que otro estaría obligado a proporcionar la diferencia con lo que se habría conculcado el derecho de ese otro. Esto significa un pseudoderecho. Vivimos en la era de los pseudoderechos: “derecho a una vivienda digna”, “derecho a una adecuada atención médica”, “derecho a la educación”, “derecho a vitaminas e hidratos de carbono” y, como casi lo propició la asamblea constituyente en Ecuador, “derecho al orgasmo”. Son todas aspiraciones de deseos pero no derechos ya que, precisamente, atropellan y lesionan el derecho con lo que los marcos institucionales se aniquilan, lo cual, a su turno, termina por afectar gravemente la condición de vida de los relativamente más pobres. Estas dos concepciones radicalmente diferentes del derecho son lo que explican las diferencias entre Uganda y Canadá.
El zafarrancho argentino es preocupante porque, además, significa una burla a los procedimientos republicanos más elementales y una mofa a la democracia que, como explican Sartori, Hayek y tantos otros, se basa en la noción del respeto por los derechos de las minorías. Como el liberalismo está siempre en ebullición y no hay palabras finales, debemos estar atentos a otras contribuciones que fortalezcan las autonomías individuales como las que ahora proponen autores de la talla de Anthony de Jasay, pero, mientras, por lo menos tengamos en cuenta los valores mínimos sobre los que se sustenta el sistema que actualmente evocan quienes desean vivir en una sociedad abierta.
Las autoridades argentinas no se dieron por enteradas de la caída del muro de la vergüenza en Berlín que se debió a la imposibilidad de llevar a cabo contabilidades, evaluación de proyectos ni cálculo económico alguno mientras no se respete la propiedad privada que permite al existencia de precios que constituyen las únicas señales para operar en el mercado. Los megalómanos insertos en el aparato estatal argentino pretenden manejar precios sin percibir que inexorablemente imponen números que no responden a las estructuras valorativas imperantes.
En lugar de permitir el funcionamiento de millones de arreglos contractuales, los burócratas del momento tienen la arrogancia de pretender la coordinación de información que por su naturaleza se encuentra dispersa y fraccionada para, en cambio, concentrar ignorancia en la sede del gobierno. Los fracasos de tales políticas han sido reiterados y estrepitosos en los más diversos puntos del planeta pero funcionarios argentinos anacrónicos y tercos desvarían con el capricho y el empecinamiento de la economía regimentada, lo cual produce una Argentina empobrecida y encadenada.
Si en el siglo XIX, Juan Bautista Alberdi y sus colegas pudieron sentar las bases de una Argentina extraordinaria partiendo de una situación sumamente difícil, nosotros, si aspiramos a ubicarnos a la altura de esa estirpe, tenemos que ser capaces de revertir lo que ocurre y retomar una senda que nunca debimos abandonar.
Este artículo fue publicado originalmente en El Economista (España) el 19 de agosto de 2008.