martes, 18 de agosto de 2009

La provocación de conflictos

Por Alberto Benegas Lynch (h)
Diario de América
Ahora que en América latina está tan de moda el llamado “Socialismo de siglo XXI” es oportuno reflexionar sobre su aspecto medular cual es la tendencia creciente a colectivizar la propiedad. Marx y Engels han escrito en su célebre manifiesto de 1848 que “pueden sin duda los comunistas resumir toda su teoría en esta sola expresión: abolición de la propiedad privada” y, por el contrario, Ludwig von Mises, uno de los más preclaros exponentes del liberalismo clásico ha puntualizado en 1927 que “el programa del liberalismo, por tanto, está condensado en una sola palabra: propiedad, esto es, la propiedad privada de los medios de producción [...] Todas las otras demandas del liberalismo resultan de esta demanda fundamental”.
George Langdon relata como los primeros colonos en tierras que luego se denominarían Estados Unidos de América establecieron un sistema comunista en 1620 ni bien los 120 pasajeros se bajaron del Mayflower para constituir la Colonia Plymouth en Massachussets. En base a las documentaciones proporcionadas por William Bradford se consigna que tres años más tarde los colonos modificaron radicalmente el sistema y abandonaron la propiedad en común debido a las reiteradas hambrunas y las interminables disputas respecto de quien se aprovechaba de quien y a cuales personas les tocaría que proporción de lo producido. Por ellos es que en el popularizado día de acción de gracias, la línea más común en las plegarias es la referencia a la libertad que permite disfrutar de lo que se tiene.
Lo mismo ocurrió en cuanto a la transición de un sistema a otro en algunas de las tribus primitivas, tal como lo describe Harold Demsetz en su ya clásico ensayo “Toward a Theory of Property Rights” de 1967 en el que muestra como una comunidad de indígenas canadiense resolvió adoptar el sistema de propiedad privada al efecto de evitar los antedichos aprovechamientos, derroches y asignación deficiente de los recursos disponibles. Al año siguiente un profesor de ecología, Garret Hardin, bautizó el fenómeno de la propiedad comunal y todos sus descalabros como “la tragedia de los comunes”.
Cuatrocientos años antes de Cristo, Aristóteles se había referido al tema pero, contemporáneamente y en términos técnicos modernos, Tom Bethel descubrió que esto se había llevado a cabo en una conferencia en la Universidad de Oxford, en 1832, pronunciada por William Forster Lloyd. Pero más interesante aún es que en el trabajo de Bethel se pone de manifiesto como, por ejemplo, en la Unión Soviética, cuando se decidió obligar a distintas personas y familias a compartir viviendas, la expresión “vecino” se convirtió en una pesadilla insoportable puesto que las trifulcas eran permanentes por el uso común de los adminículos más insignificantes y la consiguiente ruina de las instalaciones. Esto debe contrarrestarse con la amabilidad de vecinos que poseen sus viviendas, las que mantienen en el mejor estado posible incluyendo jardines con cuidadas flores y árboles bien mantenidos.
La propiedad privada hace posible la aparición de precios de mercado, los cuales, a su vez, permiten la contabilidad y la evaluación de proyectos sin lo cual no resulta concebible conocer si se está consumiendo capital o incrementándolo. Los cuadros de resultado van indicando cuando se acierta en las preferencias de los demás y cuando se yerra en el camino. De este modo los siempre escasos factores de producción se van asignando a las manos más eficientes.
Los precios trasmiten información dispersa y fraccionada al efecto de coordinar la producción. Tal como ha explicado Leonard Read, la producción de un simple lápiz requiere de millones de arreglos contractuales y conocimientos que solo se encuentran en las personas en el sitio y que incluso, a veces, no es posible articular. Imaginemos, nos dice Read, en la producción del lápiz, las innumerables tareas de forestación y reforestación con programas productivos que demandan veinte o treinta años, las múltiples operaciones bancarias, las sierras y demás maquinaria, la construcción de galpones, hornos y piletas, la producción e importación de caucho para la goma del lápiz, las minas de carbón etc etc. El operario del aserradero, el gerente del banco o el trabajador en la producción de caucho no piensan en el producto final. Cada uno está concentrado en su labor específica y sin embargo el producto final está en las góndolas a disposición del consumidor.
Por el contrario, cuando la arrogancia del planificador entera en escena, los precios se alteran y la descoordinación es el resultado inevitable. Dejando de lado los aspectos fundamentales del tratamiento infrahumano, de las torturas y matanzas, la caída del Muro de Berlín se debió a que el ataque a la propiedad privada no permitía la subsistencia: donde no hay propiedad no hay precios y, por ende, es imposible el cálculo económico. Y no es necesaria la completa abolición de la propiedad privada para que aparezca el problema, en la medida en que se afecte esa institución, en esa medida surgen los desajustes. Es entonces bueno que los patrocinadores del socialismo cavernario se anoticien de la historia y de la economía para proceder en consecuencia, puesto que al emprenderla contra la propiedad sientan las bases para un estado de conflicto permanente.
Cierro esta nota con una manifestación que ilustra magníficamente el espíritu del argumento que hemos presentado en estas líneas, formulada en su oportunidad por Joseph Sommers, Presidente de la Universidad de Harvard, en el sentido de que “nadie ha lavado un automóvil alquilado”.

martes, 11 de agosto de 2009

El hombre despojado

Por Alberto Benegas Lynch (h)
No son pocas las personas que se quejan “del mundo moderno”. Sostienen que se sienten vacías y despojadas interiormente sin percibir que no se trata de endosar responsabilidades al mundo de hoy ni el de ayer sino de conductas que inexorablemente se encaminan a ese resultado debido a que, en lugar de actualizar sus potencialidades en busca del bien (lo cual naturalmente hace bien), se entregan a repetir lo que hacen y dicen otros con lo que pierden su sentido de identidad. En este contexto Tocqueville afirma que la gente “le tema más al aislamiento que al error”.


Erich Fromm escribe que no son pocos los que atribuyen los males del mundo a que la gente se dedica demasiado a si misma, sin percatarse de que el problema es exactamente al revés: no cultivan ni cuidan sus propias almas. El ser humano se diferencia del resto de las especies conocidas en que tiene la capacidad del libre albedrío y que, dadas las circunstancias que le toca vivir, construye su vida. En la medida en que incorpora conocimientos, agranda y enriquece su persona y le permite disminuir su colosal ignorancia.

La libertad es una condición necesaria aunque no suficiente para la realización individual. Se requiere el respeto irrestricto a su autonomía para que pueda elegir su ruta en la vida y asumir la consecuente responsabilidad por su elección, pero también requiere autorrespeto puesto que si la persona se degrada no saca partida de la libertad. Como bien apunta Viktor Frankl, necesita de actividades centrípetas, de proyectos constructivos que alimenten su desierto privado, alejándose de los residuos atávicos y de lo puramente centrífugo y frívolo que lo conduce a lo que Unamuno describe como el “mamífero vertical”.

Gertrude Himmelfarb mantiene que en lugar de aludir a la incorporación de valores debería más bien hacerse referencia a la incorporación de virtudes ya que lo primero puede dirigirse en muy diversas direcciones mientras que lo segundo solo se encamina al bien.

Con frecuencia se pone énfasis en la importancia de divertirse lo cual no se toma como un recreo de las tareas diarias sino como la faena medular, sin percatarse que la misma expresión indica separación o apartamiento de lo central. Y este divertimento constante (que finalmente produce hastío) es también consecuencia de no meditar sobre las conveniencias propiamente humanas. Como ha consignado Antonio Machado “de cada diez cabezas, nueve embisten y una piensa”.

No es infrecuente que se consideren “grandes hombres” a quienes detentan poder político pero, en verdad, como también puntualiza Fromm, se trata de seres pequeños que necesitan del acatamiento de otros para poder subsistir. Se estima que antes de la Primera Guerra Mundial la participación del gasto estatal en el producto bruto interno era entre el tres y el ocho por ciento en países civilizados, hoy varía entre el treinta y cinco y el sesenta por ciento, lo cual no toma en cuenta el costo que debe absorber el ciudadano para hacer trámites y llenar formularios para el príncipe. Practicamente todos los recovecos de la vida privada están invadidos por el gobierno y, por ende, el individuo se encuentra despojado de su independencia, desprotegido en su autonomía y maltratado por quienes estás supuestos de velar por sus derechos.

Sus hijos están obligados a “educarse” en sistemas controlados por el aparato estatal, la inseguridad en las calles y en sus domicilios hacen necesario contratar servicios paralelos duplicando costos, la injusticia de la justicia oficial requiere que además busque sistemas de arbitrajes alternativos, las demoras y enjambres en las avenidas estatales consumen buena parte de su tiempo, los desastrosos sistemas de salud estatal deterioran su calidad de vida y las jubilaciones expropiadas por el monopolio de la fuerza lo dejan sin aliento, cuando no lo espían y lo acechan en sus cuentas bancarios y conversaciones telefónicas.

El Leviatán ha llegado a límites inconcebibles de insolencia y atropello a los derechos de las personas. Es de esperar que el hombre despojado retome su dignidad y se rebele contra tanta iniquidad y sea capaz de desarrollar sus potencialidades únicas e irrepetibles.

La vida se vive una vez y el segundero pasa rápido. No es posible que el hombre despojado se resigne a ser abusado, engullido y descuartizado por las fauces del poder ni se adapte al clima hediondo de la colectivización y se anestesie interiormente en lugar de dar rienda suelta a su energía creadora. Es importante que cada medida invasora se discuta y se detenga el comienzo de cualquier signo de avalancha y proceder en consecuencia en cada frontera como si fuera la decisiva, de lo contrario, si se deja pasar la irreverencia del aparato estatal y se restringen las potencialidades de cada uno, será tarde para reaccionar porque los tentáculos del anti-individulismo son inmisericordes y deletéreos.